miércoles, 11 de diciembre de 2019

Hipólito Yrigoyen ante la condición humana - Parte 4a



Este nacionalismo no es hostil ni aislacionista. Yrigoyen no es un nacionalista en el sentido de las corrientes que se tipificaron en el nacional catolicismo reaccionario. No hay en el nacionalismo yrigoyeneano una sola expresión de xenofobia, de discriminación racial o de aislamiento agresivo. La Nación no puede ser excluyente y enemiga de las otras Naciones. Su personería y su calidad nacen del individuo ciudadano, y desde ese lugar se extiende fraternamente a todos los otros pueblos: “tales son los anhelos de los pueblos sudamericanos [...] realizándose como entidades regidas por normas éticas tan elevadas, que su poderío no pueda ser un riesgo para la Justicia, ni siquiera una sombra proyectada sobre la soberanía de los demás Estados” (Discurso de Yrigoyen en el Banquete Oficial ofrecido al Presidente electo de los Estados Unidos, Mr. Herbert Hoover, diciembre de 1928; DHY, pág. 203).

De ahí también se desprende su idea de una confederación Universal de Libres Soberanías, armoniosas en su humanismo y en el logro de los valores que fundamentan la soberanía interna, expandidos en el respeto y la solidaridad con todos los hombres sagrados del mundo, y por lo tanto en todos los pueblos sagrados del mundo. De ella nacen los principios de autodeterminación de los pueblos y de no-intervención de los países dominantes en los asuntos internos de cada pueblo. Los principios del nacionalismo de Yrigoyen no se originan ni en etnias, ni en clases, ni se deducen de religiones, sino del presupuesto básico de la sacralización de los pueblos. Es su consecuencia lógica y coherente de una mirada supremamente humanista, de una religión cívica, que religa y reúne a todos los hombres y a todos los pueblos del mundo.

En este proceso de integración, la primera etapa es la Nación, la Segunda es Latinoamérica, (aunque Yrigoyen no usa esos términos, sino Sud América, o simplemente la América) y la tercera es el mundo. Pero esta es una escalada que, desde luego lo sabe bien Yrigoyen, registra conflictos, luchas y contradicciones. 

La igualdad entre las Naciones es un fin último, aunque no demasiado lejano, pues hay que eliminar para ello las ideas imperiales, las hegemonías de los países poderosos y dominantes.
La entidad sustantiva es, pues, la Nación, en torno a la cual se desenvuelve toda la política. Es la culminación, el punto máximo de la construcción de los hombres y de los pueblos. Concibe a la Nación como un organismo complejo, constituido por elementos y valores “ideales”: su historia, sus tradiciones, sus tendencias ideológicas, y sobre todo, sus instituciones. Es una categoría sustantivamente histórica, que solo puede ser definida históricamente, con atención especial a sus características sociales y a las instituciones que se ha ido dando.

La Nación es una entidad integradora, en lo interno y en lo externo, con todas las demás naciones, una articulación con la Humanidad. Es el ámbito donde se realiza la marcha emancipadora del hombre-ciudadano. Y se expresa jurídicamente en el Estado Nacional, que es integrador y participativo: pero el Estado no es más que una forma de la Nación, cuya personería ha de manifestarse en una hermandad de libres soberanías. La soberanía de la Nación no puede ser hostil, sino armoniosa con todas las demás entidades emancipadoras: el individuo, las familias, los municipios, las provincias y toda forma asociativa natural, cuyo juego y suma se integran en la Nación.

En su conjunción armonizadora, finalmente, se conforma la comunidad de naciones, una suerte de confederación internacional de libres e iguales soberanías. En esa red asociativa, que parte del hombre, como individuo, medio y fin en sí mismo, sagrado para los demás hombres, su inclusión colectiva se sacraliza en los pueblos. La sacralidad se despliega, en lo social y espiritual, en los pueblos-naciones, no en los gobiernos ni en los Estados, cuya ontología es derivada y secundaria, puramente instrumental. La democracia, consecuencia inevitable de la armonía emancipadora del individuo, es la forma única e irremplazable con que se reviste la Nación: “Los principios democráticos incorporados a las constituciones de nuestros pueblos, fueron conquistas de la filosofía política traducida en la realidad del derecho público, que renovaron los fundamentos de la ciencia del gobierno, haciendo reposar la autoridad del Estado sobre el consentimiento espontáneo de las entidades organizadas bajo los auspicios de la Igualdad” (Discurso de Despedida al Presidente electo de Estados Unidos, del 22 de diciembre de 1928; DHY, pág.205).


Como ya ha quedado dicho, los rasgos singulares de la concepción política de Yrigoyen no tienen expresión en un “programa escrito” de propuestas y proyectos de gobierno. Esa peculiaridad sería objeto de fuertes críticas, especialmente desde el socialismo y aun desde el liberalismo positivista dentro de su propio partido. Ernesto Laclau, jurista y sociólogo, y prestigioso intelectual que venía de dictar conferencias sobre la ciencia política en La Sorbona, justificaría esta posición del Yrigoyenismo, al que se adhería con entusiasmo en 1928: “El ideal de los partidos políticos es sin duda alguna alcanzar un programa de ideas. Pero estas no deben ser el fruto de una arbitraria actitud mental sino de un proceso sociológico. Es la única manera de que las ideas aprisionen conceptos vivos. 

Por eso, el radicalismo no ha querido concretar propósitos intelectuales antes de que la masa partidaria adquiriera unidad de conciencia y comprensión de su destino social. Anticiparse a esto habría sido penetrar ideas por la fe supersticiosa en el partido y no por entendimiento popular. La primera etapa de esta pedagogía social democrática se cumple cuando el pueblo, incapaz aún de ideas concretas, despierta su alma a un sentido espiritual. La fe le revela el secreto de su destino. Ya tiene una preferencia, un rumbo. No se puede desconocer la necesidad pedagógica ni la eficacia política de crear corrientes morales en la sociedad. Es menester dotarla de una pujanza mística que la capacite a grandes empresas” (Ernesto Laclau, La Formación Política de la Sociedad Argentina, Buenos Aires, Talleres Gráficos Araujo Hnos. 1928, pág. 77).

Por eso, el mensaje de Yrigoyen se asimila más a un conjunto de premisas ideológicas, a una doctrina general, que en la acción de Gobierno va a ir mostrando su aplicación a la realidad. Este sistema de abstracciones principistas, sin embargo, no carece de profundidad filosófica: guarda relación directa con el idealismo romántico alemán, tanto como con el iluminismo francés del Siglo XVIII.


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