Las Barrancas de Belgrano ofrecían en otros tiempos gran
diversión para los días de verano. Allí, en 1883, se inauguraron los Baños
públicos, dos piletas con sus trampolines a cielo abierto –una para señoras y
otra para caballeros-, rodeadas por una tapia de madera para proteger a los
concurrentes de los curiosos. Poseían también una confitería muy concurrida,
que constituía un agradable lugar de reunión para las familias, “donde se
tomaba el aperitivo y se charlaba amenamente después del baño”.
A continuación transcribimos un texto con los recuerdos de
aquel rincón del Buenos Aires de antaño.
Fuente: Ricardo Tarnassi, Belgrano de antaño:
recuerdos e impresiones, Buenos Aires, 1922, págs. 91-97.
Las Barrancas, los Baños, el ombú
Las barrancas de Belgrano han sido siempre un lugar
pintoresco por excelencia como en la actualidad, y fueron siempre tres, pero
algo más reducidas, pues en una existían los baños públicos y en otro
estaba ubicado en un extremo, una propiedad privada, que luego fue expropiada
para ampliarla.
Los baños eran realmente hermosos. No es posible comprender
cómo pudieron desaparecer, y cómo pudo llegar a la quiebra la sociedad
fundadora.
Ellos no constituían solamente para Belgrano un
establecimiento de higiene, sino un agradable lugar de reunión de las familias,
pues en su rotonda, en las horas matinales, funcionaba una confitería, donde se
tomaba el aperitivo y se charlaba amenamente después del baño.
El establecimiento contaba con dos amplias piletas de
natación, una para señoras y otra para caballeros, y tenían si mal no recuerdo,
unos cinco metros de ancho, por diez o doce de largo, con una profundidad
apreciable, donde podían maniobrar y ejercitarse cómodamente los nadadores en
el trampolín.
Los baños estaban circundados por una como tapia de madera,
sus piletas al aire libre, y cubiertas con un gran toldo corredizo, que resguardaba
a los bañistas de los rayos del sol, y todo el local, a su vez, estaba rodeado
de frondosos y levados sauces llorones, que daban al paraje poesía, encanto y
frescura.
Yo alcancé a gozar de los baños, siendo aun niño y tuve la
inconsciente felicidad de haberme bañado en la pileta que envidiaba la
muchachada, la de las señoras, quienes al ver que mi madre me metía en el agua,
corrían cariñosas a estrujarme y besarme (dicen que era una
ricura). ¡Y yo tonto no comprendía, no apreciaba todo lo que eso iba a valer
más adelante!… Por eso me besaban, porque no comprendía, y las muy pícaras no
corrían peligro alguno… ¡Ahijuna!… si yo pudiera como aquel doctor nación,
volver a ser chabón!…
Muchos años los vi cerrados, hasta que un día recibí la
noticia de su clausura definitiva y siempre que paso por allí, miro el sitio
donde estuvieron, me detengo a contemplar los añosos sauces que fueron mudos
testigos de lo que bajo su verde fronda vieron y operaron en su larga vida de
silenciosos centinelas de esos parajes.
En lo alto de la Barranca y a espaldas de los Baños, se
erguía majestuoso el rey de la pampa, el ombú… lo llamaban el primero, pues había
dos más, uno frente a lo de Bilbao y el otro a lo de Agrelo, tan hermosos uno
como otro, pero el primero en la época a que aludo ofrecía a nuestra
generación, más encantos, más atractivos, y efectivamente, en las noches
calurosas del estío, después de comer, veíase salir a las familias de sus
casas, que en el camino uníanse a otras y así, formando caravana, dirigíanse,
ya cantando una vidalita, un triste o una canción en boga al pie del ombú,
donde se sentaban las niñas con sus amigos en las toscas raíces que el gigante
extendía por el suelo, cual tentáculos de enorme pulpo, a guisa de
rústico banco, brindando así, comodidad a quienes iban a distraerlo durante la
noche, con sus cantos, sus charlas y sus alegrías juveniles, en su inmensa
soledad, llevando así a su alma milenaria un poco de dicha que atempera su
eterna melancolía.
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