martes, 29 de enero de 2019

El papel del discurso político en Hipólito Yrigoyen


La figura de Yrigoyen sigue siendo un enigma. Existe una versión radical, un tanto mítica, que ha dado lugar a buenos libros. Hacia 1970 David Rock popularizó otra, que combinaba la sociología funcionalista con el marxismo y colocaba a Yrigoyen en el centro de distintas fuerzas sociales: las "clases medias", la "oligarquía", los "consumidores urbanos" y los "trabajadores". Tal esquema es útil para explicar algunas cosas, como la política azucarera de Yrigoyen, pero amputa complemente la cuestión política, difícilmente subsumible en las "clases sociales".

En la última década se ha subrayado un elemento específicamente discursivo del radicalismo: su definición como movimiento, antes que partido, su identificación con la nación o el pueblo y su tendencia a catalogar a los adversarios como enemigos. Esto permite colocar a Yrigoyen en la saga que une a Perón con la tradición facciosa del siglo XIX, caracterizada por la denegación recíproca de legitimidades. Aquí arranca el planteo de Marcelo Padoán, que agrega un elemento complementario: el papel singular del discurso político en la democracia de masas, un enfoque habitual en los estudios sobre peronismo, que Padoán aplica ahora al radicalismo.

Al tema de la nación, Padoán agrega elementos provenientes de lo religioso. Yrigoyen es un apóstol, de legitimidad carismática: un santón, un nuevo Jesús, que látigo en mano expulsa a los mercaderes del templo. Filia esta idea en los escasos dichos de Yrigoyen, y en los de sus seguidores, como Horacio Oyhanarte, y agrega algunas referencias sobre la recepción entre sus simpatizantes. Esta imagen es retomada por sus principales adversarios, los antipersonalistas, que al negarla la confirman: para el senador jujeño Benjamín Villafañe, Yrigoyen es un falso apóstol. Los conservadores y los socialistas prefieren en cambio caracterizarlo como demagogo, es decir como quien se ha desviado de la democracia verdadera, o como un caudillo, es decir, un residuo no tocado por la reforma electoral.

El breve estudio preliminar de Padoán, que introduce un conjunto de documentos interesantes pero conocidos, tiene las características de un trabajo académico inicial, casi un ejercicio, acotado y esquemático, y en sustancia bien orientado y con algunos aciertos destacables. Sobre todo, incita a seguir la investigación, alrededor de diversas líneas. Una de ellas es la construcción discursiva de la figura de Yrigoyen, que merece ser ampliada: cuesta imaginar al pintoresco senador Villafañe, una especie de nacionalista místico, como vocero de un antipersonalismo cuyas figuras conspicuas eran Leopoldo Melo y Vicente Gallo. ¿Por qué no estudiar los periódicos, como "La Fronda", decisivos a la hora de construir imágenes? Con respecto a la recepción de tales imágenes -una cuestión decisiva para entender el proceso de construcción de la ciudadanía-, todo está por hacerse: Yrigoyen debe de haber significado cosas diferentes en la ciudad de Buenos Aires o en Salta, pero no lo sabemos. 

Finalmente, hay que conocer el partido: la máquina electoral radical, eficaz pero llena de conflictos y tensiones que remiten, como punto de unidad, a un dirigente a veces percibido como líder carismático y otras como un insufrible tirano.

El señalamiento de Padoán acerca del componente religioso merece también una ampliación. En todo el mundo occidental, la arraigada tradición religiosa ofrece en abundancia materiales a quienes sepan traducirla en un contexto laico. Pero es necesario agregar a ese input religioso toda la matriz cultural nacionalista que informa al yrigoyenismo.

Finalmente, está la cuestión del abrupto final de la experiencia yrigoyenista en 1930, donde Padoán abre una brecha interesante en un bloque de respuestas sólidamente instaladas en el sentido común: Yrigoyen habría caído como consecuencia de la crisis de 1930, derribado por un golpe militar pro fascista. Ocurre que para sus contemporáneos opositores, Yrigoyen era ajeno y enemigo de las instituciones liberales y democráticas, y estas serían restablecidas mediante una intervención conjunta de civiles y militares, tal como había ocurrido en 1890, 1893 y, sobre todo, 1905. Esta mirada -atenta a lo que pensaban los actores- no reemplaza la otra, sino que la complementa y amplía, y nos ayuda a examinar de manera más comprensiva los problemas de la democracia en nuestro siglo XX. (c) LA GACETA


Por Luis Alberto Romero


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