El autor de Una excursión a los indios ranqueles escribió
sobre su complicada relación con un mastín que solía encontrar en su camino
Lucio V. Mansilla -soldado de la Campaña del Desierto,
oficial en la guerra del Paraguay, bon vivant e hijo del héroe de la
Vuelta de Obligado- tenía un problema con los ratones. Él mismo lo confesó en
sus memorias y agregó que ese miedo terrorífico lo heredó de su madre. El
hombre se trepaba al catre o la cama, con los pelos de punta, cuando un roedor
aparecía.
Además, les tenía pánico a los perros callejeros. "Un
perro en una puerta de calle -decía- es para mí más estorbo que un
hombre". Otra vez escribió: "Yo tengo un miedo cerval a los perros,
son mi pesadilla; por donde hay, no digo perros, un perro, yo no paso por el
oro del mundo si voy solo, no lo puedo remediar, es un heroísmo superior a mí
mismo (...). Juro que los detesto, si no son mansos, inofensivos como ovejas,
aunque sean falderos, cuscos o pelados". Para este soldado, un mano a mano
con un perro era un suplicio. De uno de esos encuentros quedó el testimonio.
Mansilla se encontraba cumpliendo funciones militares en el
pueblo de Rojas (provincia de Buenos Aires) en 1870 y acostumbraba ir a cazar
con su escopeta por los alrededores. El inconveniente era que, para no caminar
unos kilómetros de más, tenía que pasar por un rancho donde había un gran
mastín: "Salía de mi casa y llegaba al sitio crítico haciendo cálculos
estratégicos, meditando la maniobra más conveniente, la actitud más imponente,
exactamente como si se tratara de una batalla en la que debiera batirme cuerpo
a cuerpo".
"En cuanto el can diabólico me divisaba, me conocía,
estiraba la cola, se apoyaba en las cuatro patas dobladas, quedando en posición
de asalto, contraía las quijadas y mostraba dos filas de blancos y agudos
dientes".
¿Qué hacía el comandante? Daba un inmenso rodeo. A Mansilla
le preocupaban su falta de coraje y todo lo que caminaba de más, para esquivar
a su enemigo, por lo que decidió enfrentar la situación y, con ella, al mastín.
"Estaba entero, me sentí hombre de empresa y me dije:
'Pasaré'. Salgo, marcho, avanzo y llego al Rubicón. ¡Miserable! Temblé, vacilé,
luché, quise hacer tripas corazón, pero fue en vano. Mi adversario, no sólo me
reconoció, sino que en la cara me conoció que tenía miedo de él. Maquinalmente
bajé la escopeta que llevaba al hombro. Sea la sospecha de un tiro, sea lo que
fuese, el perro tomó distancia y se plantó, como diciendo: descarga tu arma y
después veremos".
De un lado, Mansilla y su escopeta; del otro, el mastín y
sus colmillos. "Al primer amago de carga, eché a correr con escopeta y
todo; los ladridos no se hicieron esperar; esto aumentó el pánico de tal modo,
que el animal ya no pensaba en mí y yo seguía desolado por esos campos de
Dios". Años más tarde, Mansilla reconocería que la escopeta terminó en
poder del perro porque él la soltó para correr más liviano y también para
intentar distraer con algo a su contrincante.
Confesó que, si hubiera estado con una dama, no habría
pasado semejante bochorno. Porque, según explicó, "las mujeres tienen el
don especial de hacernos hacer todo género de disparates, inclusive el de
hacernos matar. Yo me bato con cualquier perro por una mujer, aunque sea vieja
y fea. Otro se suicida por una mujer, con pistola, navaja de barba, veneno o
arrojándose de una torre". Y concluyó: "Hay héroes porque hay
mujeres".
Por: Daniel Balmaceda
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