Estamos en Martínez; el río rumorea abajo en la barranca.
Llueve como el segundo diluvio. Vamos a escuchar a Osvaldo
Fresedo pero sin su orquesta, sólo dirigiendo su voz sosegada y
tranquila. La casa es grande, inmensa para los dos que la habitan, él y
Nenette, su esposa. Una piscina sin nadie desborda de lluvia en medio del
parque. Por empezar con algo pregunto por el “Espiante”.
-¡El espiante!, ¿Qué lindo tango, no? Lo compuse cuando tenía 17 años y vivía
en La Paternal. Mi padre había alquilado una casa quinta, una de esas casas que
tenían mas jardín y pasto que habitaciones.
Yo estudiaba hasta las doce de la
noche porque me había agarrado el metejón con la música. Entonces solo con mi
bandoneón, oía a lo lejos la ronda de los vigilantes. Allí había una parada y
otra en la curva de Garmendia y otra más allá en la esquina del Hospital Tornú.
En medio de la noche yo escuchaba “Tururú, tururú, turú”.
El sonido
inconfundible del silbato de la ronda. Y fíjese, así quedó grabado en el tango
que lo hice y tuvo mucho éxito, ¿sabe?...
-Usted me dice que tenía 17 años con toda naturalidad y le pregunto si todo fue
tan fácil como me lo cuenta.
-Bueno, a mí me parece que si. Yo hice la partitura, la llevé a una editorial y
me la aprobaron. Calcule que estamos hablando del año 1914 o 1915. Cuando no
había radio y tocar el bandoneón era un prestigio que se disputaban los
muchachos de cualquier barrio. El músico, el que tocaba, era una especie de
mito ¿sabe? Si hasta el que llevaba el bandoneón a uno empezaba a tener fama o
se daba dique.
-¿Pero no a todos les ocurrió como a usted, a tocar como usted?
-Es cierto, pero en mi casa mi madre era profesora de piano, sentía la música,
nos hacía escuchar a los clásicos. Pero yo por culpa del bandoneón y de la
noche me enojé con mi padre. Es que para ir a ver a los grandes de ese tiempo
como Juan Maglio, Domingo Santa
Cruz, Augusto Berto,
el Tano Genaro, me escurría de casa y empecé a faltar al negocio donde
trabajaba con mi padre.
Durante un tiempo viví en una piecita que me prestaba
Nelo Cosimi, él fue el primer actor del cine argentino. Para vivir pintaba
paredes y casas, las blanqueaba con cal y yo lo ayudaba. Por entonces me había comprado
un bandoneón chiquito, de 50 voces, con el que daba serenatas y tocaba en algún
baile de muchachos.
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