miércoles, 7 de marzo de 2018

Estoy tan cambiao, no sé más quien soy - Parte 8

Cuando suelta su bandoneón, instrumento que alterna con el piano, Leopoldo Federico (44, dos hijos), estrella que suele recalar en la tentadora Malena al Sur, exhibe una melancólica panoplia de recuerdos: "Antes, ir a escuchar tangos era casi una obligación para el porteño, un rito parecido al de frecuentar todos los domingos la casa de la vieja —maternizó Federico—. 

Uno entraba en un café o en una confitería y únicamente se escuchaba la orquesta: había silencio y sólo se conversaba en los intervalos. Ahora el show mató al tango como espectáculo exclusivo. Además, ya no ocurre como antes que a los cafés como el Marzotto o El Nacional iban los empleados con sus novias, los obreros después de las fábricas o las amas de casa que salían de compras al centro. 

Hoy en día son lugares para turistas; no hay más que ver algunos de esos sitios: en un momento dado están vacíos y sobran las mesas; de pronto se detiene un micro en la puerta y 80 japoneses se abalanzan sobre el escenario parloteando en nipón con la azafata que los guía", traduce Federico, añorando, quizás, la época en que fue primer bandoneón de Horacio Salgán y en que su tango Cabulero hacía las delicias de los fanáticos. 

Un clan más o menos menguado en el presente y que en otros tiempos saturaba los límites de decenas de cafés cantantes, poblados por un inevitable somatén de cuchilleros: La Marina, de Suárez y Necochea —atendido por camareras—; El Estribo, de Entre Ríos al 700, y La Buseca, de Avellaneda —que agregaba un reñidero y mesas de monte criollo a su palco orillero—, integraban una mitología copiosa que torna memorioso al nostálgico Alfredo Carlino (38, dos hijos), un poeta amigo de músicos y embanderado con la música porteña: "En Corrientes, desde Maipú hasta Montevideo, estaba plagado de tanguerías: allí el café costaba 70 centavos y el té un mango. Lo más caro que se podía tomar era un copetín; al whisky nadie se le animaba. Saber bailar bien el tango era, entonces, un símbolo de status y una artimaña para encandilar mujeres: igual a lo que sucede ahora con el auto o las pilchas elegantes y costosas", añora Carlino.

Como él, como todos los que de una u otra manera integran la farándula del tango, es posible que dentro de unos años haya una generación de nostálgicos que recuerden —con insistencia de organito machacón— una nueva geografía de nombres. También ellos, probablemente, tendrán razón. 


LUIS LAPLACETTE
Revista Siete Días Ilustrados
31.05.1971




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