viernes, 30 de enero de 2015

El último discurso parlamentario de Carlos Pellegrini (1906) - Parte 3


Es por razones mucho más fundamentales que las que se han expuesto, que voy a dar este voto limitado. Yo creo, señor Presidente, que se trata de algo fundamental, de algo que afecta nuestra misma organización política, nuestro porvenir como nación. No es admisible, en ningún caso, bajo ningún concepto, sin trastornar todas las nociones de organización política, equiparar el delito civil al delito militar, equiparar el ciudadano al soldado. Son dos entes absolutamente diversos. 
El militar tiene otros deberes y otros derechos; obedece a otras leyes, tiene otros jueces; viste de otra manera, hasta habla y camina de otra forma. Él está armado, tiene el privilegio de estar armado, en medio de los ciudadanos desarmados. 
A él le confiamos nuestra bandera, a él le damos las llaves de nuestra fortaleza, de nuestros arsenales; a él le entregamos nuestros conscriptos y le damos autoridad para que disponga de su libertad, de su voluntad, hasta de su vida. Con una señal de su espada se mueven nuestros batallones, se abren nuestras fortalezas, baja o sube la bandera nacional, y toda esta autoridad, y todo este privilegio, se lo damos bajo una sola y única garantía, bajo la garantía de su honor y de su palabra. Nosotros juramos ante Dios y la Patria, con la mano puesta sobre los Evangelios; el militar jura sobre el puño de su espada, sobre esa hoja que debe ser fiel, leal, brillante como un reflejo de su alma, sin mancha y sin tacha. Por eso, señor, la palabra de un soldado tiene algo de sagrado, y faltar a ella es algo más que un perjurio.

Y bien, señor Presidente, es este el cartabón en que tienen que medirse nuestros jóvenes militares, para saber si tienen la talla moral necesaria para ceñir la espada, que es el legado más glorioso de aquellos héroes que nos dieron patria; para vestir ese uniforme lleno de dorados y galones, que sería un ridículo oropel si no fuera el símbolo de una tradición de glorias, de abnegación y de sacrificios que obligan como un sacerdocio al que lo lleva.

No, señor Presidente, no podemos equiparar el delito militar al delito civil. Sarmiento decía, una vez, repitiendo las palabras que San Martín pronunciara con relación a uno de los brillantes coroneles de la Independencia: “El ejército es un león que hay que tenerlo enjaulado para soltarlo el día de la batalla”.
Y esa jaula, señor Presidente, es la disciplina, y sus barrotes son las ordenanzas y los tribunales militares, y sus fieles guardianes son el honor y el deber.
¡Ay de una nación que debilite esa jaula, que desarticule esos barrotes, que haga retirar esos guardianes, pues ese día se habrá convertido esta institución, que es la garantía de las libertades del país y de la tranquilidad pública, en un verdadero peligro y en una amenaza nacional! No, señor Presidente. Establezcamos la diferencia, salvemos la disciplina, siquiera sea en la forma benévola en que lo hace el Poder Ejecutivo; pero, de cualquier manera, establezcamos esta equivalencia que importa destruir lo más grande, lo más eficaz, lo más fundamental que tiene el ejército, más que el saber y más que los cañones de tiro rápido: las ordenanzas y la disciplina; y que nuestros regimientos repitan siempre lo que los viejos regimientos decían al terminar la lista de la tarde, cuando se unían en una sola voz la de los jefes y los soldados: ¡Subordinación y valor, para defender la patria!
CARLOS PELLEGRINI

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