ULTIMO DISCURSO PARLAMENTARIO - INTERVENCIÓN EN EL DEBATE SOBRE LEY DE AMNISTIA, EN LA
CAMARA DE DIPUTADOS - Carlos Pellegrini - 11 de Junio de 1906
Voy a votar, señor Presidente, en favor de este proyecto,
pero como no lo voy a hacer, precisamente, por las razones que acabamos de
escuchar, me permitirá la Cámara que funde brevemente mi voto. Se pretende que
ésta es una ley de olvido, que va a restablecer la calma de la situación
política y a fundar la paz en nuestra vida pública.
No es cierto.
Ni los acusados ni los acusadores, ni ellos ni nosotros,
hemos olvidado nada. Puede decirse de todos lo que se decía de los emigrados
franceses después de larga emigración: ¡nada han aprendido y nada han olvidado!
Lo único que se ha olvidado y se olvida son las lecciones de
nuestra historia, de nuestra triste experiencia. Se olvida que esta es la
quinta ley de amnistía que se dicta en pocos años y que los hechos se suceden
con una regularidad dolorosa: la rebelión, la represión, el perdón. Y está en
la conciencia de todos, señor Presidente, que esta amnistía, que se supone ser
la última, no será la última; será muy pronto, tal vez, la penúltima.
¿Y por que, señor Presidente?
Porque las causas que producen estos hechos subsisten, y no
só1o subsisten en toda su integridad, sino quo se agravan cada día.
El año 93 se encontraba la República en una
situación difícil; estaba convulsionada. Un gran partido buscaba la reacción
institucional y la verdad de los principios constitucionales, por medio de la
revolución; otro partido, en el que también tenía yo el honor de figurar,
buscaba los mismos fines, pero por medio de la evolución pacífica.
Llegó un
momento, señor Presidente, tan difícil, que el partido a que pertenecía, a lo
menos sus principales hombres, desesperaron de la tarea; y en esa
circunstancia, solicitado por el señor presidente de la República, doctor Sáenz
Peña, manifesté francamente mi opinión, y le dije: que creía que, para alcanzar
el fin que todos nos proponíamos, debería el presidente de la República llamar
a otros hombres, porque nosotros estábamos vencidos en la jornada, y le indiqué
entonces, que entregara la dirección política del país a una de nuestras más
grandes inteligencias, a uno de nuestros más grandes estadistas, a un hombre
cuya honestidad política, cuyo sincero patriotismo eran indiscutibles, un
adversario decidido mío, al doctor Del Valle.
Y la razón que tuve para darle
este consejo, era que esperaba que él, con la autoridad que le daban sus
vinculaciones políticas y su influencia personal, pudiera dominar esa tendencia
revolucionaria, y con el apoyo de todos, buscar el ideal que todos perseguíamos
y llegar a la verdadera reacción institucional, al verdadero respeto de los
principios constitucionales. El presidente Sáenz Pena aceptó mi consejo, y mi
amigo personal y adversario político, el doctor Del Valle, fue llamado al
ministerio de la Guerra.
Tuvimos una larga discusión en que, desgraciadamente,
resaltó la completa divergencia de nuestras ideas. Yo era partidario, como lo
he sido siempre, de la evolución pacifica, que requiere como primera condición
la paz; él no lo creía: era un radical revolucionario. Creía que debíamos
terminar la tarea de la organización nacional por los mismos medios que
habíamos empleado al comenzarla. Me alejé de esta capital a las provincias del
norte, y le dejé en la tarea. Desgraciadamente, se produjo lo que había
previsto. La dificultad que tiene la teoría revolucionaria es que es muy fácil
iniciarla y muy difícil fijarle un límite. Recordé, entonces, como ejemplo,
que, queriendo el emperador Nerón sanear uno de los barrios antihigiénicos de
Roma, resolvió quemarlo, y dió fuego a la ciudad; pero, como no estaba en su
mano detener las llamas, ellas avanzaron, y no sólo quemaron los tugurios, sino
que llegaron también a los palacios y a los templos. Efectivamente, señor
Presidente; a pesar de todo el sincero patriotismo, de toda la inteligencia del
primer ministro en aquella época, llegó un momento en que la anarquía amenazaba
conflagrar a toda la república. No necesito continuar: vinieron los cambios y
los sucesos que todos conocemos.
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