Ya aguantaron los rigores climáticos de décadas. También el
traqueteo de carros y tranvías. Y se cubrieron con la pátina oleosa del
combustible de autos, camiones y cientos de colectivos. Además, a lo largo de
los años, soportaron construcciones, modificaciones y hasta destrucciones
varias. Sin embargo, los adoquines de Buenos Aires siguen ahí a tal punto que
de las 26.000 cuadras que tiene la Ciudad, unas 4.000 todavía mantienen el
viejo empedrado como una forma de ratificar que adoquín es sinónimo de algo
duro de verdad.
Las primeras referencias recuerdan que cuando faltaban 30
años para el final del siglo XVIII, el Cabildo porteño dispuso que se trajeran
piedras desde la isla Martín García para cubrir algunas calles. La elección
tenía que ver con el origen del lugar: la isla es un conjunto rocoso del Macizo
de Brasilia, cuya antigüedad se calcula en millones años. Con ellas se armaron
los primeros empedrados. Pero a mediados del siglo XIX el origen de los
adoquines cambió: llegaban desde Gran Bretaña (provenían de canteras de Irlanda
y Gales) como lastre de los barcos que después llevaban granos a Europa.
Aquellas piezas eran de una piedra sólida y compacta que
después se colocaba sobre un lecho de tierra y arena. Pero su alto costo hizo
que se pensara en opciones más económicas. Entonces se volvió a recurrir a los
de Martín García y empezó una explotación específica en Tandil. Este lugar iba
a ser clave para el adoquinado de Buenos Aires. Así, a inicios del siglo XX
desde allí llegaban miles de toneladas de adoquines para cubrir las muchas
calles de tierra de la Ciudad.
La producción estaba a cargo de gente especializada
(predominaban los inmigrantes italianos, aunque luego se sumaron muchos
españoles y yugoslavos) que soportaban duras jornadas de trabajo. Cada hombre
podía producir por día unos 250 adoquines de 20 por 15 cm. Esos eran los más
grandes. También estaban los conocidos como granitullo (de 10 por 10 cm) y la
producción diaria oscilaba entre las 900 y 1.000 piezas. Para los cordones se
usaban piedras que medían entre 70 y 120 cm de largo, por 40 de alto y unos 17
o 18 cm de espesor.
Entre los obreros encargados de producirlos en las canteras
de Tandil (la principal era la del cerro Leones, pero también estaban La
Movediza, Vicuña, Aurora y Azucena) había unas 15 especialidades: entre los más
conocidos estaban los picapedreros; los barrenistas; los marroneros (para
partir las piedras usaban una maza de 10 kilos denominada “marrón”); los
patarristas (eran los que agujereaban la piedra para colocar dinamita) y los
zorreros, que manejaban las zorras que bajaban la piedra desde los cerros. El
corte de los picapedreros era algo artesanal previo estudio de la veta y usaban
una maza de 4 kilos, además de herramientas como cuñas y escarpelo. Tras el
corte, llegaba el trabajo del refrendador que se encargaba de perfeccionarlo.
Aquel era un oficio milenario y la explotación de esos obreros generó fuertes
conflictos gremiales con huelgas por mejores condiciones de trabajo. La más
extensa ocurrió en 1908 y cuentan que hasta casi dejó sin stock de adoquines a
la Ciudad.
Como se ve, el empedrado porteño no es sólo piedra; también
carga mucha vida y pasado. Y dentro de ese pasado, además, están las
referencias a otros elementos que se usaron para las calzadas, como los
adoquines de madera. Los hubo de pino importado de Suecia, de algarrobo, de cedro,
de cohíue, de pacará y hasta de quebracho. Muchos se lucieron sobre el piso de
la Avenida de Mayo, en la elegante Santa Fe y sobre la calzada de la avenida
Las Heras. Y algunos dieron tan buen resultado que hasta se exportaron a París,
Londres y Roma. Pero esa es otra historia.
por Eduardo Parise
SECRETA BUENOS AIRES
Diario Clarín 19/5/2014
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