viernes, 4 de julio de 2014

Armas durante la época virreinal – Parte 3



Esto no debe haber dado mucho resultado, y puede atribuirse a dos razones: la primera, a que no eran demasiadas las armas existentes, y la segunda, a que los españoles eran propietarios indiscutidos de las armas hasta ese momento, y no tenían ningún interés en entregárselas a quienes iban a ser sus opositores en venideros conflictos guerreros.  De ahí que, poco tiempo después, el 14 de junio, por un nuevo bando se ordena que toda arma que no se halle en manos de autoridad militar sea entregada sin que se tenga en cuenta fuero, excusa ni privilegio alguno, y esta vez en el perentorio término de 24 horas de publicado.  Además, se agrega la pena del destierro para quienes ocultaran las armas y se gratificaba con 25 pesos al que denunciare a quien las retuviera.  La mitad se le entregaba al denunciante, y el resto pasaba al en ese entonces Real Fisco.
En cuanto a las pistolas, las recompensas se ofrecían, ya fueran éstas de charpa o de arzón.  Las primeras eran las que se portaban en un tahalí, que hacia la cintura llevaba unido un pedazo de cuero con ganchos para colgar pistolas regulares de chispa.  Las segundas correspondían a pistolas, también de chispa, pero de mayor tamaño y longitud de cañón, y que se llevaban en unas pistoleras colocadas en el fuste delantero de la silla de montar.

Acuciante era la necesidad de armamento, heredada por nuestros patriotas de la época del virreinato, los cuales, para aumentar las fuerzas que se necesitaban y suplir la falta de armas de fuego, ordenaron por medio de la Junta a Miguel de Azcuénaga, el 10 de agosto de 1810, que con maderas buenas hiciera enastar las alabardas que usaban las tropas españolas, y formara con estas armas blancas dos compañías de alabarderos de cien hombres cada una, en la provincia de Tucumán, considerando que ésta era una excelente “caballería” para las tropas destinadas al Perú, aumentando así las fuerzas para reemplazar la falta de armas de fuego.  Simultáneamente, la Junta acuerda que todos los sargentos del Ejército usen alabarda, para que los fusiles puedan ser usados por otros tantos soldados.

La penuria por obtener armas debe haber sido muy grande para nuestros hombres de Mayo, porque casi dos años después de los bandos a que se hizo referencia, un decreto firmado por Chiclana, Sarratea y Paso, sigue solicitando la entrega de toda arma de chispa o blanca que se halle en manos de particulares, sean éstas de propiedad privada o del Estado (desde luego del Rey) y aplicando esta vez hasta la pena de muerte a quien las ocultare.  Nuevamente el fisco vuelve a quedarse con la mayor parte de los quinientos pesos de gratificación que se otorgaba a quien descubriese al que tenía armas, pues esta vez el denunciante sólo se llevaba un tercio de dicha suma y el resto quedaba para el Estado.

Como se ve el virreinato no contaba con armamentos suficientes para empeñarse en acciones de guerra de alguna importancia.  Fundamentalmente, esto se debió a dos razones; primero, conflictos de importancia no existieron, fuera del de Colonia de Sacramento, al que ya se hizo referencia, y luego no interesaba al poder real el dar armas a los más ilustrados hijos de España, como eran los criollos que vivían en Buenos Aires y sus zonas de influencia.
La metrópoli mantenía el centro de gravedad del poder militar en el Perú; por lo tanto, las armas que arribaban al Río de la Plata en los buques, o iban hacia el norte, o regresaban a Europa en esos mismos buques.

La verdadera arma que logra la grandeza de un país es la fuerza empeñada en el esfuerzo común por el corazón de sus habitantes, hacia un objetivo también común que le haga alcanzar la grandeza que ellos pretendan darle.

Fuente
Fontanarossa, José – Armas blancas y de fuego durante la época virreinal – Bol. Del Centro Naval – Buenos Aires (1976).
www.revisionistas.com.ar
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