“Era un muchacho piadoso y, a mi manera, feliz. Primero, iba
aprender que había otra clase de felicidad…después lo otro: otra clase de
piedad. Me acuerdo que un día charlando con mi confesor, el entonces padre
Aguirre, hoy obispo de San Isidro, le dije: ‘Padre, hoy me siento un tipo
feliz: primero, porque hay una chica que creo me lleva el apunte; segundo,
porque Fangio acaba de ser campeón mundial y tercero, porque Racing va
primero’. Esa era toda mi problemática en aquella época. Pienso que mi vida se
hubiera derrumbado si Fangio volcaba con el coche o Racing perdía dos a cero.
El padre Aguirre se sonrió y me dijo: ‘Mirá, yo creo que la felicidad depende
de cosas más profundas…’; después lo descubrí. Un tipo extraordinario el padre
Aguirre, era un hombre que se daba, un hombre que vivía para los demás. A él,
después de Dios y mi madre le debo la vocación sacerdotal. Además me hizo
pensar por primera vez, que la felicidad no está en las cosas de uno, sino en
las cosas de los demás. Por todo eso, creo que es una de las personas
importantes en mi vida. Fue un encuentro decisivo; el otro vendría mucho
después… cuando estrellé con un letrero escrito en el sueño de un callejón.
Mi
mundo era un mundo homogéneo y sin conflictos, en el que, sin embargo, el padre
Aguirre había abierto la primera, pequeñísima brecha; todavía mi piedad y mi
felicidad vestían su vieja piel. Hasta los diecinueve años no se me había
cruzado por la cabeza que yo podría ser sacerdote. A los veintiún años entré en
el seminario: estaba todavía en tercer año de Derecho. La enseñanza que daban
en el seminario, la lectura y la meditación de la Biblia, donde está indicado
claramente que Dios viene por todos, pero que, principalmente Dios viene para
los pobres, me habían hecho ver que el sacerdote está llamado a una vida
austera, abierta a la vida de los humildes.
Todavía era seminarista y entré a
trabajar al lado del padre Iriarte, hoy obispo de Reconquista, que era teniente
cura en la parroquia de Santa Rosa. El padre Iriarte visitaba a la gente de la
parroquia; no la esperaba, la iba a buscar. No se trataba solamente de ir con
la palabra de Dios; se trataba de recoger la palabra de los hombres. Tratábamos
de hablar con la gente, de comprender. Era un barrio popular y la gente humilde
siempre tiene problemas; había por supuesto, que evangelizar, llevar a cada uno
la seguridad de que todos eran hijos de Dios, pero aparte, había que tratar de
llegar a todo lo demás. A fines de 1954 y durante todo el año 55, íbamos con el
padre Iriarte a visitar a la gente en sus casas.
Una vez por semana, íbamos a
un conventillo que quedaba en la calle Catamarca y charlábamos con la gente. Yo
preparaba unos muchachos que luego tomaron la primera comunión; los domingos
jugábamos al fútbol. Como en aquellas idas a la cancha con Nico, era mi otra
gran experiencia de ese mundo, el mundo de los humildes del cual yo había
vivido siempre distante. Pero esta vez, me iba a dar cuenta que era más adentro,
bien adentro.”
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