viernes, 20 de diciembre de 2013

Manuel Belgrano y una persistente obsesión por la educación (y por su calidad) - Parte 1



Trascendió por otras razones (la bandera, la Primera Junta, las batallas), pero en la educación observamos uno de los puntos altos de héroe civil y del estadista que fue. Apuntar a mejorar la educación en las últimas décadas de la colonia era una audacia absoluta, porque se vivía en una sociedad rígida y estamental. El acceso a conocimientos era muy limitado, el rol del Estado era débil y sólo los más ricos podían educar a sus hijos. Hay una magistral descripción de Mariquita Sánchez sobre cómo se educaban los niños en la Buenos Aires virreinal: no había maestros, los alumnos llevaban su silla, el único libro era el catecismo, sólo se aprendía a leer y escribir, algo de aritmética, y las mujeres a coser y bordar.
Belgrano se rebela y plantea la imperiosa necesidad tanto de la educación básica como de la especializada y técnica, orientada al trabajo y a la producción. La Memoria que escribió Belgrano en 1796 es –según Mitre- “un vasto programa de educación pública”. Para Belgrano, el fin último de la educación era el trabajo, que a su vez era la “emancipación de los pobres”. En esa memoria, Belgrano relata su dolor al observar en la misma ciudad “una infinidad de hombres ociosos en donde no se ve otra cosa que la miseria y la desnudez”. Describe “miserables ranchos”, y “criaturas que llegan a la pubertad sin haber ejercido otra cosa que la ociosidad”, el “origen de todos los males de la sociedad”.

La respuesta es escuelas de primeras letras, con “gratuidad, calidad, cantidad”, que propone en “todas las ciudades, villas y lugares” en los que tenga jurisdicción el consulado de comercio. También propone la creación de cinco escuelas: de agricultura; de dibujo (al que considera “el alma de todas las artes”); de hilado de lana; de comercio; y de náutica. Para todas las ramas y niveles, propone el sistema de premios para fomentar la dedicación de niños, jóvenes y adultos en las diferentes tareas. “Jamás me cansaré de recomendar la escuela y el premio; nada se puede conseguir sin éstos”, escribe. Es crucial el rol que le adjudica al premio como estímulo para el logro de resultados en los estudios, e incluso al incentivo más determinante que es el de quedarse afuera por malos resultados: en la escuela de náutica era expulsado quien no aprobaba dos exámenes, y debía repetir el curso quien no superaba un examen. Una forma de meritocracia que apostaba por la calidad educativa y no solo por el permanecer. La mejora del rendimiento es su prioridad.

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