viernes, 2 de agosto de 2013

Fusilamiento de Camila O’Gorman - Parte 1


 
En diciembre de 1847 trasciende en Buenos Aires la fuga de la señorita Camila O’Gorman con el sacerdote Ladislao Gutiérrez. Era Camila una bella joven de 19 años, criada en los rígidos principios de la educación española, que dominaban en el hogar honorable y respetado de sus padres. Artista y soñadora; dada a lecturas de esas que estimulan la ilusión hasta el devaneo, pero que no instruyen la razón y el sentimiento para la lucha por la vida; y librada a los impulsos de cierta independencia enérgica y desdeñosa, había llegado a creer que era demasiado estrecho el límite fijado a las jóvenes de su época, y no menos ridículos los escrúpulos de la costumbre y las imposiciones de la moda. Continuamente se le veía dirigirse sola desde su casa recorrer las librerías e Ibarra, de la Merced, o de la Independencia, en busca de libros que devoraba con ansia de sensaciones; a visitar a sus amigas sobre quienes primaba por la elegancia con que se ataviaba con arreglo a su gusto especial; al almacén de Amelong (luego Cornú) o al de Guion, en busca de las últimas partituras o “scherzos” que cantaba al piano con voz impregnada de sentimentalismo, como si llamase con estas armonías a las armonías que vibraban gratísimas en el fondo de su alma enamorada. Sola también, y muy a menudo, se dirigía a la iglesia del Socorro, y se la veía arreglando altares y tomando la iniciativa en las festividades religiosas, acompañada del cura Gutiérrez.

Ladislao Gutiérrez era un joven de Tucumán, que vino a la capital recomendado al general Rosas y al canónigo Palacio. Este último lo tomó bajo su protección, lo indujo a que abrazase la carrera eclesiástica. Y cuando se hubo ordenado sacerdote y vacó el curato del Socorro, el obispo Medrano le confirió este beneficio. Pero Gutiérrez sintió a poco que ni su espíritu ni sus inclinaciones se avenían con el sacerdocio. En su pecho ardían las pasiones en un fuego semejante al que levantan las tierras volcánicas de su país; y en su palidez aflictiva, y en las miradas melancólicas y contemplativas de sus brillantes ojos negros, se reflejaba algo como la aspiración suprema de un bien cuya posesión se persigue día por día, la grata visión del porvenir, algo como esas llamaradas de la lucha enérgica del alma con el alma que acusaban a Bruto ante la mirada de águila de César. Camila O’Gorman había inspirado un violento amor al sacerdote; y él, hombre ante todo, acarició esta pasión con todo el entusiasmo de su alma virgen.

Cuando Camila no estaba en la iglesia era porque Gutiérrez estaba en casa de Camila; sin que ni esto, ni sus excursiones a caballo por los alrededores de la ciudad, ni la intimidad con que se trataban, ni los obsequios que le hacía el sacerdote, indujese a los que presenciaban tales relaciones a formular una acusación contra la joven, escudada todavía por la honorabilidad y virtudes de su casa y su familia. Un día de diciembre de 1847 Camila le balbuceó a su amante que se sentía madre. Y a impulsos de la fruición tiernísima que a ambos les inspiró el vínculo que los ligaba ya en la tierra, resolvieron atolondradamente irse de Buenos Aires, lejos de la familia, de los amigos y de todos. Sabían que la sociedad los condenaría y que su felicidad, como los juicios de Dios, no podía tener testigos. El 12 de diciembre Camila abandonó su casa, Gutiérrez su curato, y desafiando el escándalo, sin protección y sin recursos, sin saber propiamente adónde iban, se dirigieron hacia el lado de Luján llegando a Santa Fe. De aquí pasaron al Paraná donde obtuvieron pasaporte bajo los nombres de Máximo Blandier, comerciante y natural de Jujuy, y Valentina San, esposa del primero; y de Entre Ríos siguieron a Corrientes, estableciendo en el pueblo de Goya una escuela para ambos sexos. Allí vivían felices ganando su pan diario.

Todo Buenos Aires se apercibió del escándalo. Algunos miraron ese hecho a través de los vagos perfiles de un romance, cuyos primeros ecos no les fue difícil recordar con la indulgencia que inspira a las almas generosas el sacrificio de un amor consagrado por el soplo que unió dos almas en un momento que fue un mundo. Muchos derramaron la hiel sobre el escándalo, llamando en su ayuda las pasiones innobles, como para crearse títulos a la consideración que quizá no merecían. No pocos explotaron el escándalo para desahogar sus rencores partidistas contra el gobierno, y fueron los que más partido sacaron, que consiguieron al fin lo que diabólicamente pretendían.

Rosas no tuvo conocimiento de la fuga de Gutiérrez y de Camila sino varios días después que ella se verificó. La familia de la joven y el Clero, que la supieron al punto, la ocultaron con fundados motivos respectivamente. La familia, por razones de honor y con la esperanza de encontrar a la joven y de hacerla volver sobre sus pasos. Y el Clero porque esperaba igualmente con el regreso del prófugo, cuya huella hizo seguir, poder velar la verdad y atribuir su ausencia a cualquier causa que acallase el escándalo. Es que, aun prescindiendo de la tirantez de sus relaciones con el poder civil, el Clero temía que este escándalo recayese ruidosamente contra él mismo… El hecho de Gutiérrez era un más allá del camino trazado por los más encumbrados; y, probablemente, el pueblo, el gobierno, la sociedad toda, creerían que era necesario oponerle un dique que quizá envolviese a muchos otros… El presbítero Manuel Velarde, teniente cura del Socorro que fue, entre otros, en busca de Gutiérrez, regresó sin saber nada de éste. (1) El obispo, el provisor, el canónigo Palacio agitaron sus pesquisas sin resultado; y fue recién ante la inminencia de un peligro que les alcanzaba, cuando se apresuraron a poner ese hecho en conocimiento del gobernador.

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