miércoles, 20 de febrero de 2013

Tratado del Pilar - parte 2


 

 
El 22 de febrero el gobernador Sarratea se trasladó al campo de los jefes federales acompañado del regidor decano don Pedro Capdevila.  “Estoy cierto -decía en una proclama al pueblo-  que nunca mejor que ahora los jefes del ejército federal demostrarán (conjuntamente) que sus intentos no han tendido a humillarlos, sino a prestarnos más bien una mano benéfica, para ayudarnos a sacudir el yugo que gravita sobre la cerviz de la nación entera”.
Firma del pacto 

El día 23 firmó con López y Ramírez la célebre convención fechada en la capilla del Pilar; en la cual se ratificó a nombre de las provincias del Litoral lo que los hechos acababan de producir, la federación, que proclamaban esas provincias, sometiendo la resolución definitiva de la cuestión a un Congreso, compuesto de los diputados de todas las que formaban la nación, y que debían ser invitadas al efecto.  Por otra cláusula, Buenos Aires se obligaba a dar ciertos subsidios de armas y dinero a López y Ramírez, y se mandaba abrir un juicio político a los miembros del Congreso y del Directorio derrocados. (6)

Entre tanto, el general don Juan Ramón Balcarce entraba en Buenos Aires con la infantería que había salvado en Cepeda, y consumaba el pronunciamiento del 6 de marzo que lo llevó momentáneamente al poder, seguido de los restos del partido directorial y del elemento joven e ilustrado de la época, que por la tradición, así como por el sentimiento repulsivo que le inspiraban los caudillos federales, acabó por confundirse con aquellos restos, bajo la calificación de unitarios.  El gobierno de Sarratea se retiró al pueblo del Pilar, y desde allí dirigió circulares a todas las autoridades, reclamando la obediencia que le era debida, “pues que él era gobernador de la Provincia y no el general Balcarce que había asaltado el poder por medio de un motín militar”.  Con este motivo se convocó a Cabildo abierto, y el pueblo ratificó el nombramiento de gobernador en la persona del general Balcarce, declarando como dice el acta del Cabildo, “una, dos, y tres veces, que este nombramiento había sido por su libre voluntad en la sesión del día 7, en la iglesia de San Ignacio, y “que renovaba las omnímodas facultades que le había conferido y de nuevo le confiere el expresado general para que sin consulta alguna obre a favor del pueblo, de su honor y libertad”. (7)

Ante el golpe de audacia de Balcarce, que a decir verdad no contaba con el apoyo de la opinión pública, tan dividida en esos días de transformación latente, Sarratea reunió sus parciales, Soler sacó de la ciudad la tropa que le era adicta y Ramírez y López se adelantaron con su ejército hasta los suburbios de Buenos Aires, exigiendo del Cabildo la reposición de Sarratea en el gobierno y los subsidios de armas, municiones y dinero a que se refería la Convención del Pilar.  Por lo que a Balcarce hacía, Ramírez le intimó que abandonase la Provincia, diciéndole en su nota de fecha 7 de marzo: “Ud. envuelve a su patria en sangre, con una indiscreción admirable.  Su autoridad… no será respetada por este ejército, campaña y provincias federales, que reconocen como gobernador legítimo al señor don Manuel de Sarratea”.

Balcarce tuvo que huir acompañado de algunos de sus parciales; y el general Alvear, a quien Sarratea había ofrecido el gobierno como queda dicho, quiso aprovechar para obtenerlo del momento de acefalía en que se encontraba la Provincia.  Con este objeto promovió por medio de su aliado y amigo don José Miguel Carrera un cabildo abierto en la plaza de la Victoria.  Este se verificó el día 12 de marzo, y la intentona tuvo éxito en el primer momento.  Pero al saber que se había entrado en la plaza el soberbio dictador de 1815, el pueblo y la tropa se amotinaron, y Alvear tuvo que ocultarse para salvar su vida, ya que no su reputación que comprometía con ligereza imperdonable.  El pueblo representó enérgicamente al Cabildo y éste diputó una comisión cerca de Sarratea para que reasumiese el mando de la Provincia.

Pero este mando era nominal ante la influencia militar de Soler, quien obligó al gobernador a que pusiese bajo sus inmediatas órdenes, y en su carácter de comandante general de armas, todas las tropas y recursos militares que había en la ciudad.  Para conjurar este peligro, Sarratea se propuso destruir la influencia de Soler, explotando las ambiciones impacientes de Alvear, que era el más aparente aunque no el menos temible para él.  Al efecto puso en juego su habilidad y sus amigos para hacerle entender a Alvear que quería confiarle las tropas y recursos de la Provincia, pero que el único obstáculo que se oponía a ello era Soler, quien iba a apoderarse del Gobierno; que si Alvear ideaba algún medio para salvar esta dificultad, el gobernador lo dejaría hacer en guarda de los intereses generales y de las promesas que tenía empeñadas con él y que serían cumplidas oportunamente.  La ligereza de Alvear tenía con esto mucho más de lo que necesitaba para obrar incontinenti.  Al punto hizo ver a Carrera, y en la noche del 25 de marzo se dirigió a un cuartel donde le esperaba un grupo de jefes y oficiales que a todas partes lo acompañaban, y Carrera con sus adictos.  De ahí desprendió una comisión, la cual aprehendió a Soler en el mismo despacho del gobernador.  Este fingía ceder a la fuerza, y los conspiradores elevaban entre tanto una representación para que el general Alvear fuese reconocido comandante de armas.

Este golpe teatral puso en ebullición al pueblo y a los cívicos, quienes acudieron con sus armas a la plaza de la Victoria para resistir al “nuevo Catalina” como le llamaban al general Alvear.  El Cabildo, -único poder que quedaba en pie en medio de estas evoluciones de las facciones tumultuarias, las cuales se sucedían como escenas de un drama de magia que para ser atrayentes habían de cambiarse con rapidez asombrosa; y que debía su estabilidad a la firmeza con que consideraba las aspiraciones populares- satisfizo esta vez también la voluntad del vecindario, dirigiéndole al gobernador un oficio conminatorio (8) para que hiciese salir inmediatamente al general Alvear del territorio de la Provincia.  Pero el caso era que los partidarios de Alvear querían ir más allá de lo convenido.  Creyéndose fuertes con algunas compañías sublevadas que se les incorporaron, se reunieron en la plaza del Retiro, y proclamaron al general Alvear gobernador de la Provincia.  Sarratea, alarmado con estas noticias, se atrincheró en la plaza de la Victoria, y no tuvo más remedio que hacer poner en libertad al general Soler, escusándose lo mejor que pudo.  Alvear, viendo que la plaza se resistía, y que su posición venía a ser insostenible, se retiró por la ribera hacia el norte, cuando las partidas de cívicos lo escopeteaban muy de cerca. (9)

Libre de esta asechanza, que no era de las más graves, el gobernador Sarratea expidió algunos decretos de sensación sobre libertades públicas, y ordenó que se abriera el proceso de alta traición contra el Directorio y el Congreso derrocados; dando a estas medidas una publicidad y una importancia calculadas para congraciarse con la opinión pública, que le era decididamente hostil desde que se divulgaron los artículos secretos de la Convención del Pilar; y se supo que Sarratea había entregado a Ramírez y a López el doble del armamento y municiones que en ella se estipulaba, privando al pueblo de recursos que nunca le eran más indispensables (10).


(6) “…Me encontraba en el campo de los jefes del ejército federal – dice el general Mansilla en su Memoria póstuma- cuando se presentaron allí don Manuel de Sarratea y don Pedro Capdevila, con poderes de la ciudad para arreglar el célebre tratado del Pilar, en cuyas conferencias me dieron participación de un modo extrajudicial.  Ramírez, especialmente, simpatizó conmigo, concediéndome mayor confianza en sus juicios personales, muy distintos de los de López y Carrera: éstos se pertenecían a sí mismos, no así Ramírez, que era subalterno de Artigas, sin más categoría que la de comandante del arroyo de la China.
Ahora bien, en el tratado público y secreto que yo conocía, se estipulaba: 1º, que Artigas ratificaría ese tratado, por lo que hacía a la provincia Oriental, principalmente; 2º, que había de suspender sus hostilidades contra las fuerzas brasileras que ocupaban la Banda Oriental; 3º, que Buenos Aires entregaría a Ramírez una cantidad de dinero, armamento completo para mil soldados y su oficialidad.  En un momento de expansión y confianza con Ramírez, le dije que juzgaba que Artigas no ratificaría el tratado, reservando la idea de que tampoco le daría un solo peso ni una tercerola.  Ramírez me contestó que “si Artigas no aceptaba lo hecho, lo pelearían”; y que si era de mi agrado, me invitaba a la pelea.  Eludí la respuesta, y me retiré a la ciudad.  Conversé acerca de esto con el gobernador Sarratea; y le manifesté la idea e acompañar a Ramírez con el fin de trabajar por el tratado, haciendo lo que conviniera según como el caso se presentase.  Sarratea aceptó, y me dio una licencia temporal…”
(7) Actas del Cabildo de Buenos Aires.  Ver también Gaceta del 10 de marzo de 1820, donde se insertan los documentos correlativos.
(8) Oficio del Exmo. Cabildo, de fecha 26 de marzo a las 7 de la mañana, inserto en los “Documentos que manifiestan los pasos del Gobierno y Exmo. Cabildo en los días de la jornada del Catalina americano Alvear” del 26 al 28 de marzo de 1820. (9 páginas, Imprenta de la Independencia).
(9) Además de los documentos oficiales, se han tenido presentes los datos que, acerca de estos sucesos, arroja la Memoria póstuma del general Mansilla.  Ramírez, al tener conocimiento de la conjuración de Alvear, le pidió a Mansilla que bajase a la ciudad, e hiciese salir a todos los jefes y oficiales entrerrianos que en ésta se encontraban, a fin de que no se le atribuyera la más mínima participación en el movimiento.  Con este motivo, Mansilla tuvo ocasión de ver por sí mismo los sucesos, desde la reunión del Retiro hasta el momento en que Alvear fue a guarecerse en el campamento de Carrera, para seguir después a Santa Fe.
(10) Tan sentida se hizo con este motivo la falta de armas, que el mismo gobernador no pudo menos de expedir el bando de 28 de marzo en el cual ordenaba que se presentase cada ciudadano con sus armas, “siendo constante que el erario de la provincia se halla completamente exhausto”; y el bando de 10 de abril en el cual imponía una multa de 25 pesos por cada fusil y de 12 pesos por cada sable que se encontrara en poder de particulares que los hubieren comprado o retenido “asignándose la tercera parte de la multa al que delate cualquiera ocultación”.  (Hojas sueltas en la colección de Adolfo Saldías).

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