miércoles, 1 de agosto de 2012

Los calabozos de la calle Potosí – parte 1




La vida infantil de la Buenos Aires del siglo diecinueve se inclinaba, por así decirlo, ante tres prescripciones: rezos, remedios y castigos. La medicina doméstica aplicada a los niños se restringía a las sangrías, las ventosas, los vomitivos y los purgantes. La niña Eduardita Mansilla había consumido unos ochocientos vomitivos y purgantes antes de los doce años.
Su hermano Lucio, que acumuló un récord semejante a los quince, sentía una profunda aversión a los brebajes; su madre, la señora Agustina de Rosas, mandó hacer una cuchara de plata especial para él, modelada por el orfebre de manera que facilitaba la ingestión. Dos o tres sirvientes forzudos debían tapar sus narices y sujetarlo para que las convulsiones y puntapiés no impidieran que la dosis reglamentaria llegara a su destino.

Las golpizas no solían ser tan severas como las que obtenían los mulatos, los unitarios o los gauchos federales. Un día en que el mozo Lucio V. Mansilla salió de su casa sin dar explicaciones su padre lo aguardó en la puerta: “¿De dónde vienes?” le preguntó. “De confesarme”, contestó el niño (“Se me ocurrió esta excusa de muchacho medio zonzo”, explicó en sus Memorias ).
Airado, su padre comenzó a azotarlo con rabia, “para que otra vez no juegues con eso, y has de saber que los niños no se confiesan sin permiso de los padres”. Lucio precipitó aún más su caída al argumentar que la iglesia de San Juan estaba cerrada. “Pues toma, por la mentira que me acabas de echar”, concluyó el padre con otra lluvia de golpizas.

Entre los jovencitos había calado hondo la gran mentira de Tomasito Guido, que había conseguido engañar a su padre una noche en que se lo topó en la calle a deshoras. “¿De dónde vienes, Tomás?”, le había interrogado el general, a la sazón ministro de Rosas. “Papá, de comprarme una divisa”. El éxito del embuste había alentado a sus colegas.

El sistema de Agustina de Rosas para cascar a sus hijos era diferente al de su esposo. Citaba la máxima bíblica “No le escasees al muchacho los azotes que la vara no ha de matarlo” hasta el punto de emplearla con frecuencia metódica, sin irritarse. Sus destinatarios eran los varones, ya que la vara no alcanzaba a Eduardita, favorita de su padre, demasiado lista y donosa como para merecer azotes.

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