viernes, 17 de febrero de 2012

El Estadista Silencioso - parte 2

El Código Civil, con sus notas, aprobado a libro cerrado por el Congreso Nacional, fue escrito y nuevamente copiado en forma manuscrita con destino a las prensas de los Estados Unidos por Victorino de la Plaza. Sarmiento lo nombró profesor de Filosofía del Colegio Nacional en reemplazo de Pedro Goyena, después, su sucesor, el presidente Avellaneda, lo designó ministro de Hacienda, donde brilló con luz propia. Solucionó el problema de la deuda y de la crisis internacional de 1876.

Será años después diputado por Salta y quien proponga y defienda la nominación de la ciudad de Buenos Aires como Capital Federal en 1880. Roca lo nombró canciller en 1882 y después ministro de Hacienda, más tarde del Interior y finalmente de Justicia e Instrucción Pública. Fue, con Bernardo de Irigoyen y Carlos Pellegrini, uno de los realizadores efectivos de la obra de la generación del ochenta que catapultó al país hacia el progreso; pero, por encima de todo, fue un gran hacendista, autor de nuestra moneda y de nuestro desarrollo económico.

Pudo haber sido presidente en 1886, pero un año antes, con su habitual lucidez, comprendió que el sucesor de Roca sería su concuñado, el doctor Juárez Celman. Como no era hombre de controversias, prefirió renunciar e irse en silencio. Se trasladó a Londres, donde fue el único abogado de América latina inscripto en ese foro, donde estuvo ¡hasta 1907! En ese lapso siguió informado sobre la situación del país, apoyó la reestructuración de la deuda en 1890 y ayudó a realizar las inversiones ferroviarias y la colocación de títulos públicos en la banca inglesa. Rechazó los numerosos cargos que le fueron ofreciendo los diversos gobernantes, pero en un viaje a Buenos Aires, en 1899, fue ministro de Justicia e Instrucción Pública. A su definitivo regreso, el presidente Figueroa Alcorta lo nombró canciller y pudo solucionar los graves problemas planteados con Bolivia. Finalmente, Roque Sáenz Peña, candidato a presidente de la República , lo eligió como compañero de fórmula y juraron el 12 de octubre de 1910. De los seis años de gobierno, Roque Sáenz Peña gobernó efectivamente dos. En 1912 enfermó gravemente y el vicepresidente ocupó su lugar en forma interina hasta 1914, año trágico para la Argentina porque la guerra mundial cerró los mercados internacionales por falta de transportes, y porque murió Roque Sáenz Peña, Julio Argentino Roca, Adolfo Carranza y José Evaristo Uriburu, es decir tres presidentes, entre otras grandes figuras. Con ellos se iba una época de la generación del ochenta.

Le tocó a Victorino enfrentar la crisis mundial del inicio de la mayor guerra de la historia, y en ese momento se pudo ver su estatura gigantesca de estadista. Los grandes bancos extranjeros de los países contendientes se llevaban el oro de la Caja de Conversión. Victorino detuvo la sangría de un solo golpe, interrumpió la convertibilidad, a cuyo nacimiento él mismo había colaborado, decretó una moratoria nacional e internacional, cerró todas las operaciones bancarias y creó, novedosamente, un apéndice de la Caja de Conversión en todas las legaciones argentinas del exterior para poder recibir y pagar con oro.

Era un hombre peculiar. Dominaba todos sus sentimientos, no se sabía qué pensaba, hablaba con los ojos entrecerrados –lo que le valió el mote de “Doctor Confucio”-, no parecía emocionarse. Cuando le entregó el poder a Irigoyen, salió de la Casa de Gobierno y se fue caminando hasta su domicilio, en silencio, mientras el público lo vivaba en el camino. Murió tres años después, el 2 de octubre de 1919, y legó la ya importante fortuna obtenida con el ejercicio de su profesión a instituciones públicas, incluyendo su biblioteca a la ciudad de Salta, “. . . que me vio nacer”. En fin, hizo, junto a otros, la Argentina grande y rica que también tenía sueños.

Han pasado los años, el país padeció otras crisis económicas procedentes del exterior o, pero aún, generadas por nuestros propios gobiernos, miopes o rapaces. Por eso cabe preguntarse porqué el destino nos dio un solo Victorino de la Plaza.

Juan José Cresto

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