viernes, 23 de diciembre de 2011

La tragedia del tranvía obrero - parte 2

De los 60 pasajeros sólo sobrevivieron cuatro: Remigio Benadasi, José Hohe, Buenaventura Arlia y Gabina Carrera.

Remigio Benadasi había subido al tranvía en Lanús. Era un mecánico italiano que viajaba hacia su empleo en la Compañía General Fabril y le contaba a uno de los cuatro cronistas apostados por el diario Crítica en el lugar: "Yo viajaba sentado en uno de los asientos delanteros del lado de la ventanilla. Todas estaban cerradas por el frío y el pasillo estaba repleto de pasajeros. Cuando el tranvía dio vuelta para llegar al puente, vi las luces rojas de peligro y me extrañó que no se detuviera. Sentí una sensación parecida a la de los ascensores que bajan rápido y me encontré en el agua. Todavía no me explico cómo salí del tranvía. Debe haberse roto el vidrio de mi ventanilla, porque tengo una herida en la frente y otra en la mano izquierda. Sin saber nadar, estuve chapoteando un rato hasta que me sacaron".

Las tareas de rescate de los escasos sobrevivientes y de los 56 cadáveres estuvieron a cargo del personal policial y de buzos del Ministerio de Obras Públicas.

El país se paralizó y comenzó la búsqueda de culpables. El autor de El principito, Antoine de Saint-Exupéry, escribió en su diario: "He escuchado una terrible noticia. En medio de la bruma, el conductor no advirtió que el puente había sido abierto para dejar paso a un barco. Crítica afirma que el culpable es el Gobierno, por no mantener suficientes controles".

Muchos acusaron de impericia al joven motorman Vescio, pero el juez de la causa, Miguel L. Jantus, determinó que se trató de una falla mecánica debida a que el comando que accionaba el freno se encontraba defectuoso debido al desgaste del uso. El fallo confirmaba que Vescio era una víctima más del sistema, que dejaba cuatro hijos y a su viuda embarazada. La responsabilidad era compartida: absoluta negligencia de la empresa propietaria, que no tenía entre sus hábitos el control mecánico de unidades destinadas a simples obreros, y ausencia de control por parte de un Estado ausente.

Las riberas del Riachuelo se llenaron de curiosos y cronistas de todos los medios. A todos los conmovió la noticia de que entre los muertos había un obrerito, un niño trabajador. Entre los que se condolían había uno de los hombres de Crítica que buscaba responsables más allá de los visibles. Se preguntaba por qué tenía que estar allí ese niño.

Raúl González Tuñón escribió en la quinta edición de Crítica del 13 de julio de 1930: "Uno de los cadáveres extraídos era el de un chiquilín como de 14 años de edad. Obrerito joven, la muerte lo sorprendió tiritando de frío en un rincón del tranvía. Nadie lo reconoció en el momento de ser sacado de las aguas. ¡Quién sabe si ese chiquilín no tiene más familia que una abuelita vieja, a la que debe mantener con sus pobres jornales! Cuando levantaron ese cuerpecito liviano, llamó la atención lo abultado de uno de los bolsillos de su saco. Ese bulto resultó ser un sándwich. Un pan francés abierto en dos, llevando adentro una milanesa, seguramente sobra de la comida del día anterior. Ese sándwich era el único almuerzo de la infeliz criatura. Cuando se lo sacaron del bolsillo, ese sándwich, último sándwich de quién sabe cuántas jornadas de hambre, tuvo el prestigio de arrancar más de una lágrima".


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