viernes, 11 de noviembre de 2011

Cuando Sarmiento puso a mil pesos la cabeza de José Hernández - parte 4

Martín Fierro

Diez meses permaneció Hernández en Santa Ana do Libramento, desde abril de 1871 a enero del siguiente año, compartiendo con el caudillo entrerriano y otros federales los avatares del exilio. En febrero de ese año López Jordán es llamado por el gobernador de Río Grande; probablemente por entonces, el ex director de El Río de la Plata emprendió el regreso a Buenos Aires, con escalas en Paysandú y Montevideo.
Llegado a esta ciudad, decide instalarse en el Hotel Argentino ubicado en la esquina de 25 de mayo y Rivadavia. Allí recibirá la visita de su amigo oriental don Antonio Lussich, por cuyos versos inéditos de estilo gauchesco se interesa. Es que en la lejana Santa Ana había comenzado a escribir su poema épico.
En el mes de junio leerá Los tres gauchos orientales, de Lussich; en esta obra se narran los padeceres de los soldados blancos en la última revolución del caudillo Timoteo Aparicio. El 20 de ese mes le envía una carta de felicitación al autor, en la que toca también el tema de “ese género tan difícil de nuestra literatura”, pero sin decirle una palabra sobre lo que viene escribiendo.

Una década atrás, y desde el diario El Nacional Argentino, de Paraná, Hernández había expuesto la relación a que a su juicio debía existir entre el escritor y su pueblo. Decía entonces: “Siempre hemos creído que el que se consagra a la penosa tarea del diarismo no debe buscar en sí mismo, en los recursos de su inteligencia, ni en los conocimientos teóricos que sugieren los libros, la verdadera inspiración, los puntos que deben servirle de tema. Hemos creído siempre, y nos ratificamos en ello, que el pueblo es la fuente más pura, y en la que únicamente deben inspirarse los periodistas… El pueblo no delibera ni gobierna, pero conoce mejor que nadie sus propias necesidades, valora con fidelidad los acontecimientos, prevé sus resultados, compulsa los sucesos del ayer para deducir de ellos los que vendrán mañana; y el escritor que va a recibir de él las inspiraciones, lleva consigo cuando menos la ventaja de estar en posesión de sus necesidades, de tener un conocimiento perfecto de la opinión dominante, y en aptitud por consiguiente, de fomentar una conciencia plena por el estudio de la materia sobre la que debe ocuparse… La verdadera inspiración se recibe en el pueblo, y metodizada arreglada por los conocimientos del que escribe ofrece y vuelve al pueblo bajo la forma de un artículo u otra... La tarea del escritor consiste en dar a las concepciones y sentimientos del pueblo, las formas de que carecen”.

Ahora, en diciembre de 1872, editado por la imprenta La Pampa y en papel de pobre calidad, aparecía un humilde folleto que incorporaba a la literatura argentina lo único viviente y nacional: El gaucho Martín Fierro.

El eje central de la obra, testimonio de la heroica y desgarrada época de las masas y las lanzas, era el drama social de la destrucción implacable de la economía natural y de sus hombres representativos, por medio de la ganadería y agricultura de tipo capitalista que respondían a la ligazón con los países europeos. En la potencia de este creador de treinta y ocho años se encontraba retratada la sociedad en la que la oligarquía pro británica de la época procedió la liquidación sangrienta del gauchaje. Estos fueron barridos o expulsados más allá de la línea de fronteras, o sometidos con sus hijos como peones de estancia. Mas, el reflejo poético de las masas desposeídas, y ocasionalmente derrotadas, fue captado por el escritor federal, que infligió con su canto de protesta social, la derrota cultural de la aristocracia porteña.

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