jueves, 22 de septiembre de 2011

La Leyenda de los flamencos de Epecuén "El Reino Perdido"



Cuenta la historia, que existió en el oeste bonaerense, una basta comarca que se destacaba por la gran exuberancia y la fuerza con que la naturaleza se había desplegado: praderas inmensas de pastizales aterciopelados, suaves médanos de arenas tibias, arroyos mansos y una gran cantidad de lagunas, siempre concurridas por animales de varias especies. Era realmente un oasis perdido en el desierto pampeano. Los aborígenes la habían bautizado como la llave del desierto; y la belleza principal, emanaba de la laguna de aguas muy saturadas en minerales, rodeada de colinas gredosas, asentamiento de millares de flamencos. Se habían reproducido de tal manera, que un día, dada la importancia que habían adquirido, decidieron crear el reino de las aves y construir su capital en esta laguna, pues su belleza había superado los límites del continente.
Era Epecuén, desde tiempos lejanos, una laguna privilegiada. Infinidad de leyendas se abrigaban en ella a lo largo de la historia. Los araucanos la veneraban y la respetaban. El blanco, luego de la conquista, instaló allí un pueblo: Carhué, lugar verde, según el lenguaje indígena, que con el tiempo se transformó en una floreciente ciudad, gracias al turismo que desde principio del siglo XX visitó la región, a entregarse al milagro curativo de las aguas de la laguna. Años después, y a pocos kilómetros del pueblo se fue formando una pequeña villa turística, Epecuén, que con sus sesenta y pico de hoteles, se transformó en la feliz mediterránea. Era el imperio de distensión, la alegría y la salud.
Epecuén era el último eslabón de las lagunas que integraban la cuenca de las encadenadas, y aguas arriba, la situación no era tan pacífica. Alertados por el rumor de la creación del reino, las demás aves sintieron envidia de no ser ellos sede de la capital, por lo que llamaron a una asamblea. Miles de aves volaron hacia las sierras de la región, donde en un monte cerrado se llevó a cabo una convención, en la que luego de discusiones y peleas, se decidió declarar la guerra de los flamencos. Se optó por pedir ayuda a las nutrias, para la construcción de represas y canales, a fin de desviar el agua de las sierras de la ventana hacia Epecuén, y así inundar el paraíso.
Corría la década del setenta, y las encadenadas del oeste amenazaban con secarse, por lo que peligraba la mina de oro: el turismo termal.
Luego de varios traslados, se logró desviar las aguas del sistema serrano bonaerense. Varias máquinas trabajaron durante meses, y por fin las aguas comenzaron a crecer. Pero no se pensó en cerrar la canilla, y una a una, las lagunas se fueron llenando, y sigilosamente, el agua comenzó a acercarse a las poblaciones y a relamerse las fauces. La pequeña Villa Epecuén quedó protegida tras un terraplén, pero la felicidad seguía en pie.
Las nutrias, sobornadas con pescados de todo tipo y tamaño por las demás aves, siguieron firmes con sus canales, y el agua entrando en la cuenca.
El 10 de noviembre de 1985, el terraplén se rompió y las aguas hambrientas devoraron la villa, sus hoteles, sus casas, sus calles, las historias y una vida casi centenaria.
Como un rompecabezas, y a base de picos, palas y botes, los pobladores desarmaron sus recuerdos, pero no pudieron llevarse todo. Les quedó bajo las aguas la felicidad, y nunca más se los vio sonreír. Habían muerto en vida. Los flamencos no comprendían que pasaba. El agua subía y subía cubriendo sus nidos, sus pichones, sus huevos, sus atardeceres. Nerviosos, caminaban en el agua, sumergiendo su cabeza, intentando rescatar a sus hijos, aunque sea para llevarlos a un lugar seguro. Pero el agua todo lo cubrió, implacable asesina.
Cuando las demás aves se dieron cuenta del desastre que habían causado, destruyendo los hogares de sus hermanas, y haciendo desaparecer uno de los más bellos escenarios de la tierra, ya era demasiado tarde.
Como símbolo de arrepentimiento, decidieron solidarizarse mudándose todas a Epecuén, a instalarse definitivamente. Patos negros, gasas, cisnes, y decenas de especies más, nadan hoy pacientemente en las aguas de la laguna.
Los habitantes de la villa aprendieron de las aves, y como Fénix, hicieron renacer la pequeña villa en el seno de la ciudad de Carhué. De a poco, comenzó a revivir en sus corazones el fervor, la alegría y las ganas de crecer y brindarse al que viene a curar sus dolencias convencido de la bondad de las aguas milagrosas de Epecuén. Los carhuenses, sabios seguidores de sus ancestros, los soldados de Levalle, el fundador de Carhué, pusieron tenacidad y la fe que faltaban.
Pero los flamencos, entristecidos, apagados y solitarios, siguen, sin resignación, buscando a sus pichones. Apenas el sol asoma en el horizonte, es común verlos caminando, pacientemente, con la cabeza sumergida en el agua, tratando de localizar sus nidos perdidos.

Daniel Herner

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