miércoles, 3 de agosto de 2011

Virreinato del Río de la Plata – parte 2


Gobernando Fernando VI, en 1750, por el Tratado de Permuta, se decidió a trocar los siete pueblos guaraníticos al este del Río Uruguay, las llamadas Misiones Orientales, por Colonia del Sacramento, cosa inexplicable no solamente porque las posesiones que se “permutaban” eran posesiones españolas ambas, sino porque los siete pueblos guaraníticos habían sido erigidos por éstos y allí tenían sus chacras y animales, viviendo pacíficamente bajo la tutela jesuítica.

Los padres trataron de hacer reflexionar al obtuso rey, devoto de su esposa, una princesa portuguesa llamada Bárbara de Braganza, que mucho tuvo que ver con el torpe arreglo, de la enormidad que se cometía despojando a los guaraníes de sus pueblos y cultivos, porque de acuerdo a lo convenido con los lusitanos, aquéllos debían pasar al oeste del Río Uruguay, actuales provincias de Misiones y Corrientes, a levantar nuevos pueblos y chacras. Los guaraníes no pudieron entender este desafuero y no quisieron escuchar a los padres, que luego de agotadas las gestiones ante la Corte, intentaron evitar males mayores tratando de convencer a los naturales de que obedecieran el increíble mandato real.

Estos se levantaron en armas y el ejército español hubo de someterlos cruelmente, mientras los portugueses se regodeaban sin entregar Colonia. La guerra guaranítica duró tres años (1756-1759); en este último falleció Fernando VI, y quien le sucedió, su hermano Carlos III, más lúcido, anuló el ominoso Tratado, y los guaraníes volvieron a sus pueblos que estaban destruidos, como el interior de sus almas, ante tamaña infamia.

Ahora sería Carlos III quien cometería otro error, por lo menos tan garrafal como el anterior. Convencido de que los jesuitas eran un peligro para sus ínfulas de instaurar un régimen déspota ilustrado en la península, expulsa a todos los jesuitas del Imperio español. Lo hace influido por los ministros masones que lo rodeaban, principalmente el Conde de Aranda, Gran Maestre y fundador del Gran Oriente masónico de Madrid, obedeciendo a la insidia francesa y portuguesa, con nombres propios como Choiseul y Pombal, respectivamente, ambos notorios masones también, que habían logrado la expulsión de los jesuitas en Francia y Portugal.

No podemos analizar toda la causalidad histórica de este nuevo despropósito. Pero diremos que las consecuencias de la expulsión fueron nefastas para la América española. De un plumazo, los enemigos de la cultura hispano-criolla lograron que la torpe España de los Borbones se desembarazara de lo mejor de su inteligencia, de hombres de sabiduría y ciencia irremplazables, de educadores insustituibles. Las consecuencias para la dominación española en el Río de la Plata fueron severas: el antemural que significaban las reducciones guaraníticas al avance portugués, se desplomó en buena medida por el extrañamiento de los jesuitas, que habían sido el alma y el nervio de esa civilización estupenda que crearon a la vera de nuestros grandes ríos.

Las consecuencias fueron graves también para la Argentina, heredera de la dominación española: bien puede decirse que la pérdida de la Banda Oriental, del Río Grande do Sul, de la costa atlántica hasta San Vicente, tiene su antecedente remoto y fundamental en esta desdichada medida tomada por este rey en su admiración de la Ilustración.
Lejos de considerarse satisfechos, los portugueses siguieron avanzando: durante la gobernación de Vértiz, “progresista de la escuela de Floridablanca y Campomanes, regalista a machamartillo y amigo de las luces”, mientras el gobernador hermoseaba a Buenos Aires, los lusitanos se apoderaban de San Pedro de Río Grande, Pelotas, Santa Tecla, Santa Teresa y Castillos, llegando hasta Uruguayana y San Borja.

Por su parte, Inglaterra, en 1764, se posesiona de las Malvinas y le da largas a los reclamos españoles, mientras la Patagonia era merodeada por buques de la dueña de los mares.
Afortunadamente para la suerte del Río de la Plata, estalla la guerra entre España y Francia, unidas ambas por un Pacto de Familia, contra Gran Bretaña, aprovechando que ésta se encuentra abocada a enfrentar un serio conflicto con sus colonias del norte americano, que las llevaría a su emancipación. Como Portugal era aliada de Inglaterra, ambas interesadas como vimos en estas tierras, era lógico enfrentar a ambas en la zona rioplatense.

Carlos III, entonces, decidió enviar a un hombre experimentado en las cuestiones platenses como lo fue Pedro de Cevallos, quien arribó con el título de Virrey y Capitán General, al frente de una poderosa escuadra de 117 navíos y cerca de 20.000 soldados. Llegada la expedición, Cevallos sitió la plaza de Colonia, la tomó, y, con la experiencia de hechos pasados, demolió las fortificaciones y la edificación para evitar que volvieran a ser utilizadas en el futuro por los portugueses. Inmediatamente se dirigió al norte, a Río Grande do Sul, teatro de las agresiones de nuestros vecinos.

Desgraciadamente, al morir el rey portugués José I, el poder pasó a manos de la reina madre, que era hermana de Carlos III. Este vio la oportunidad de separar a Portugal de la alianza con Inglaterra, muy ocupada ésta en la guerra contra sus colonias, y firmó la paz con los lusitanos en San Ildefonso, cediéndole graciosamente a los portugueses, a cambio de Colonia, todo Río Grande, entre el río Yaguarón, por el sur, hasta el río Yacuí, por el norte.
El gran objetivo de Carlos III que era recuperar el Peñón de Gibraltar, no se lograría dada la inferioridad de la escuadra franco-española frente a la inglesa.

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