jueves, 14 de julio de 2011

La muerte de Yrigoyen - parte 2


En diciembre de 1932 la policía lo detuvo y lo acusó de terrorista. Las gestiones políticas permitieron liberarlo. En enero de 1933 llegó a Buenos Aires. En el puerto pocos prestaron atención a ese hombre de mirada severa, de chambergo, chalina y bastón y vestido de riguroso traje gris. Lo acompañaban su hija Elena y su secretaria Isabel Menéndez. Desde el puerto se trasladó a su casa de Sarmiento 844.

El 5 de abril se embarcó para Montevideo. Allí iba a estar casi tres semanas. Hacía más de cuarenta años que no pisaba tierra oriental. Lo había hecho después de la revolución radical de 1893. Ahora, como antes, llegaba a Montevideo como un perseguido. En realidad nunca fue amigo de los viajes. A diferencia de muchos de los hombres de su generación, jamás había viajado a Europa. Tampoco se interesó por hacerlo.

En la ciudad oriental lo iban a visitar los principales dirigentes del Partido Blanco. Conversaron con él Eduardo Víctor Haedo y Luis Alberto Herrera. En Montevideo, Yrigoyen lee los diarios, almuerza con sus amigos, pasea por la ciudad y descansa. En la última semana de abril le avisaron de la muerte de su hermana Marcelina. Prepararon el equipaje y regresaron a Buenos Aires. Sería su último viaje.

Los meses de mayo y junio transcurrieron sin grandes novedades. De vez en cuando paseaba en coche por la ciudad. A veces algún vecino lo reconocía y se acercaba a saludarlo. Le respondía con un gesto o llevando la mano al sombrero. Yrigoyen no podía con su genio y recibió a los correligionarios. Dialogaba con ellos, sugería estrategias y escuchaba opiniones. No intervenía como antes en las decisiones partidarias, pero estaba al tanto de todo. Sus incondicionales le informaban hasta los detalles que sacudían la vida interna de la UCR. A cada uno de sus visitantes le insistía en la necesidad de trabajar por la unidad del partido.

Para los primeros días de junio ya no podía levantarse. Los amigos y los médicos le dicen que es una indisposición pasajera, pero Yrigoyen no se engaña. "Siento que me voy" le dice a su amigo Betancour. Dos correligionarios lo visitaron para informarle sobre una conspiración. La respuesta de Yrigoyen sería de alguna manera su testamento político: "'No quiero una gota de sangre, pero quiero la unión de la UCR".

Una multitud rodeaba la casa de calle Sarmiento. Los curiosos se agolpaban en la calle y en las veredas. Se han metido en la casa, están en el recibidor, en las escaleras. El dolor, el asombro, se retrataba en los rostros de todos. "Se ha extinguido la vida de nuestro jefe" había dicho el comisario Betancour con lágrimas en los ojos y se ha abrazado con Alvear. Tamborini ha salido al balcón y se ha dirigido a la multitud: "Ciudadanos, descubrirse". Después todos han cantado el Himno Nacional.


Rogelio Alaniz

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