jueves, 14 de julio de 2011

La muerte de Yrigoyen - parte 1

Murió el 3 de julio de 1933. Fue un lunes y lloviznaba. Elpidio González le preguntó la hora a Alvear y el patricio sacó su reloj, lo miró y dijo: son las 19.21. Yrigoyen tenía más de ochenta años y había sido dos veces presidente de la República Argentina. No murió de golpe. Fiel a su estilo, se tomó su tiempo. Se fue apagando despacio y controló la situación casi hasta el final. Su cuarto era austero como austera era su casa. Según Ramos Mejía, "es más el lugar de penitencia de un monje laico que la mansión de un poderoso".

Cuatro médicos estuvieron en su cabecera: Izzo, Escudero, Meabe y Tobías. También lo acompañaron sus correligionarios más cercanos: Alvear, Pueyrredón y González. A su lado estuvo su amigo el comisario Fernando Betancour, que fue conservador hasta que lo conoció a Yrigoyen. En un rincón, en silencio, estaba Vicente Scarlatto, para algunos el confidente político de un hombre poco dado a las confidencias.

Nunca fue un católico practicante, pero aceptó que un fraile dominico -Álvaro Álvarez y Sánchez- lo confesara. Tampoco se opuso a que monseñor De Andrea rezara una oración en su nombre. Arregló sus cuentas con Dios con la misma discreción y reserva con que había arreglado sus cuentas con la vida.

También se preocupó por arreglar las diferencias con su familia. Con su hijo Eduardo estaban distanciados desde hacía por lo menos veinte años. Nunca nadie supo los motivos de esas diferencias. En realidad, nadie nunca pudo acceder a la vida privada de Yrigoyen. El misterio envolvía su personalidad como un aura o como una capa. Pero una semana antes de su muerte, Eduardo Yrigoyen se hizo presente en el cuarto de su padre. En esos días también llegó su hija Sara. Su otra hija, Elena, lo acompañaba desde hacía meses.

Los golpistas del 6 de setiembre de 1930 no le ahorraron ninguna humillación a don Hipólito. La detención en la isla Martín García, los agravios en la prensa cortesana, las investigaciones, la autorización para que la chusma asaltara su casa de calle Brasil. Sin embargo, para fines de 1932 la popularidad de Yrigoyen entre las clases populares volvía a ser grande. Los mismos que habían mirado con indiferencia o complicidad los preparativos del golpe de Estado, los mismos que se habían burlado del César octogenario o del caudillo senil y déspota, parecían hacerse cargo de su error. Los rigores de la dictadura de Uriburu, las persecuciones políticas y los planes de ajuste habían cumplido su tarea pedagógica.


Rogelio Alaniz

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