domingo, 8 de mayo de 2011

La calle Florida hacia 1885 – parte 2


Un corso

Aquello parecía un corso: larga fila de carruajes lujosos tirados por caballos de raza, algunos improvisados, salidos ayer del caos de la fortuna, arrastrando a sus felices dueños repantigados en sus asientos, como si toda la vida hubieran gozado de la bienaventuranza; otros revelando a los primeros su alcurnia, sus generaciones de carricoches y de antepasados retirados a la vida del campo, con sus remiendos y achaques.

Las vidrieras de las casas de negocio ostentaban sus mejores objetos, como para aguzar la codicia de poseerlos y sublevar los bolsillos del transeúnte.

Brillantes y joyas

Había en un escaparate adornado como un altar, un puñado de brillantes sueltos, sin engarce, apiñados, transmitiéndose el brillo; piedras riquísimas, de gran valor, que parecían moverse, tiritando como salidas de un baño. Al verlas así, movedizas por la refracción chispeante de los rayos de luz que se quebraban en sus facetas, se las creería animadas como pescadillos saltones. Un curioso que las contemplaba con avidez, decía sotto voce. “da ganas de comerlas”. Tal vez esos apetitos de Cleopatra aguzaban más su bolsillo que su estómago.

Largas cadenas de perlas, haciendo guirnaldas en sus estuches de peluche, deslustradas, modestas, adheridas, como clavadas a un zafiro de gran tamaño, parecían desprendidas de un turbante y puestas allí para buscar el seno turgente que debían ostentarlas, como el pie de la cenicienta con el zapato de oro.

En seguida, la larga serie de joyas, de bueno o pésimo gusto, salpicadas de trecho en trecho por objetos de arte.

Más allá los tejidos, los brocados, los muebles de gran valor, lo que cuesta un ojo de la cara y parece esperar con impaciencia que lo rescaten de la exhibición: estatuas, bustos, bronces, cerámica, el bazar continuo que todos conocemos, que hemos visto cien veces, y en el que buscamos instintivamente, al pasar, un objeto nuevo, para recrear la vista.

Todo este cúmulo de chucherías y de cosas inútiles, con su cachet aristocrático y la posición mágica con que están colocadas para herir mejor la retina y el bolsillo del paseante.

Corrillos

La concurrencia se había hecho inmensa. Por momentos había que detenerse, porque se hacía difícil el tránsito; las conversaciones eran más animadas y por todas partes no se oía más que hablar del ruidoso descalabro de la Bolsa.

Era la noticia de última hora que había llegado a la calle Florida como el preludio de una catástrofe agigantada por el miedo o por el arrepentimiento de los que habían expuesto su caudal, su crédito y tal vez su pan de cada día en la ruleta disimulada.

Los pequeños músicos y cantores ambulantes

En una esquina, se había formado un corrillo democrático alrededor de dos criaturas pequeñas y harapientas que hacían gemir dos violines, sacando algunas notas de “Caramelo”, entre los sonidos desacordes de sus cuerdas, chillonas como un vidrio raspado con un clavo.

Dos pequeños inmigrantes, venidos de quién sabe dónde, tal vez de vuelta de una gira por el mundo, en busca de fortuna y de las caricias que le niega su hogar errante.

Recibían en ese momento una ovación de aplausos y de centavos, que les arrojaban generosamente los que se deleitaban con la escena, generosidad correspondida con una canción popular que entonaban con vos aguda, y con acompañamiento de violín y de silbidos de los muchachos vendedores de diarios, que miraban a los artistas callejeros como colegas; la pequeña tiple podía contar a lo sumo nueve años; parecía una viejecita con su vestido largo, su delantal hasta el suelo, su pañuelo arrollado sobre el pecho y atado atrás sobre las caderas; flacucha, despeinada, de facciones acentuadas, ojos vivos, grandes, inteligentes, comprimía contra el pecho su violín como a una criatura que se acaricia para que no llore.

Su acompañante no tenía más edad que ella; un muchachito movedizo, despejado, con cierto aire de audacia provocativa dibujada en los rasgos de su fisonomía picaresca; bailaba dentro de su ropa más que holgada, y tan pronto hacía mover rápidamente el arco del violín como atrapaba en el aire una moneda de cobre que sin mirarla sepultaba en su bolsillo, conociendo por el tacto su valor.

Algunas vidrieras empezaban a iluminarse con los focos brillantes de las lamparillas eléctricas, que ponían de relieve la inferioridad de los mecheros de gas con su luz triste y amarillenta.

La tarde empezaba a despedirse perezosamente; la neblina avanzaba por las calles como una gran bocanada de aliento; el viento molesto, frío y húmedo, daba la señal de retirada.

En medio de aquel vocerío, de aquella bulla confusa y animada, de aquel vaivén de personas y de vehículos, vimos pasar rápidamente la figura escuálida de aquel personaje romancesco que encontramos en la Universidad y en el anfiteatro.

Todo el mundo trabajaba, todo el mundo se enriquecía, por todas partes veía palpitar el progreso, el bienestar.

La ciudad se había transformado en diez años. Si durante ese tiempo hubiese estado ausente, al volver, habría abierto la boca hasta las fauces con el asombro del débil que ve un prodigio en cada adelanto.


Benarós, León – Todo es Historia Nº 156, Mayo 1980
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Podestá, Dr. Manuel J. – Irresponsable – Imprenta de la Tribuna Nacional – Buenos Aires (1889).



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