domingo, 8 de mayo de 2011

La calle Florida hacia 1885 – parte 1






La calle Florida tenía un aspecto brillante: el movimiento, el lujo, la ostentación de las cosas y de las gentes, el vaivén de los paseantes, de los desocupados, de los mirones.
A lo largo de las aceras corrían las filas de mujeres hermosas, vestidas lujosamente, tal vez con lujo demasiado ruidoso para salpicarlo en las calles desaseadas; grupoide niñas bellísimas, alegres, frescas, bulliciosas, que conversaban fuerte, dirigiéndose saludos cariñosos de vereda a vereda, como podrían hacerlo en un salón; cortesías correspondidas bien o mal a los “gomosos”, que hacen la moda de los saludos y de las piruetas; cuchicheos mezclados de risas y de indirectas picantes, miradas perdidas, apagadas, rescatadas con sonrisas significativas; la correspondencia en la calle de los que se entienden en la casa, en la hora de la visita, y que no pueden decirse todo lo que quisieran por temor de los que ven y lo adivinan…

Corrillos de empleados que han pasado la piedra pómez y el cepillo áspero para borrar la huella de la tinta de sus dedos afilados, lustrosos, cuidados con esmero; tiesos, cepillados, ajustados a la moda rigurosa, como una llave de precisión, con su bouquet en el ojal, sus bigotes doblados como cuernos y encerados con cosmético perfumado.

Grupos esparcidos en las esquinas, interceptando el paso, haciendo crónica de bailes, de teatros, hablando de la Patti, de Tamagno, de Stagno, de todas esas celebridades del arte, que seducen, que entusiasman con sus notas, y que tal vez se admirarán de encontrarse reunidas en este gran centro, oyendo decir por allá que todavía bailamos en camisa al lado del fogón.

La calle Florida presentaba el aspecto de un salón inmenso, al descubierto, al aire libre; todos los paseantes hablaban fuerte, sin reposo, sin afectación, nuevos grupos se incorporaban a los ya instalados, y como si alguna noticia extraña, inusitada, hubiese producido alarma, no se oía más que exclamaciones de sorpresa, de disgusto.

Algunos se desprendían de la rueda y tomaban la calle por su cuenta, sin reparar en las señoras y en las niñas que habían venido desde media cuadra dando la última mano a un saludo especial y de circunstancia; otros atropellaban sin miramiento al primero que se les cruzaba al paso y, sin pedir disculpa ni darse por entendido de las protestas del contuso, seguían cabizbajos su camino.

La bulla, el movimiento, el cuchicheo, las risas, las exclamaciones de sorpresa, las despedidas estrepitosas, efusivas y de pésame, hacían coro al ruido de carros, carruajes y tramways que cruzaban en distintas direcciones la estrecha calle.

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