miércoles, 2 de febrero de 2011

El río de la discordia – parte 1



El 2 de febrero de 1516 el piloto mayor del Reino de España Juan Díaz de Solís descubre el río al que denominaría Mar Dulce. Posteriormente el veneciano Sebastián Gaboto bautizó a esa vasta franja de agua como Río de la Plata, sin imaginarse que varios siglos después iba a ser el objeto de perdurables disputas. En 1525 la codicia o los intereses consultaban solamente la leyenda de metales preciosos durmiendo el sueño de los justos a orillas del río. Pero el paso del tiempo trajo otras miradas más realistas y capaces de dibujar un nuevo curso sobre sus ondas. Abandonada la guerra de los puertos, el problema empezó a adquirir recién profundidad –y no es una metáfora- en el siglo XIX. Los episodios que ilustran esa puja, sin embargo, están muy lejos de las vehemencias actuales. Es más, durante casi todo el siglo mencionado puede divisarse un espíritu de cordialidad que superaba enfrentamientos y problemas. La mayoría de los incidentes sirvieron para ratificar tanto los derechos argentinos como los uruguayos; para reconocer que el río les pertenece a ambos.

En 1861, varias embarcaciones uruguayas fueron detenidas por naves argentinas sobre aguas que reflejaban el paisaje de la costa oriental. Las protestas diplomáticas cedieron paso en seguida a las disculpas, a la conclusión de que, efectivamente, se había violado la jurisdicción ajena. El episodio se repitió en 1898, pero esta vez fue una cañonera oriental la que detuvo a tres vapores en aguas argentinas. El gobierno uruguayo condenó el incidente y solicitó excusas por haber transgredido límites que aseguraban la reciprocidad jurisdiccional. En otra ocasión, la mano de la naturaleza disipó muy empinadas escaramuzas retóricas: hacia 1855 la Argentina y Uruguay se habían enfrascado en una tediosa disputa sobre el derecho que tenía cada país para remover el casco de una goleta enclavada en el Canal del Infierno, a causa de un naufragio. Las aguas se apiadaron de tantos ocios polémicos desalojando por su cuenta y sin previa consulta los restos de la embarcación.

No fue el único episodio pintoresco. Durante los ramalazos revolucionarios que sacudieron al Uruguay de 1897 y que transformaron a Buenos Aires en sede de muchas conspiraciones, la justicia argentina debió decidir sobre el alegato de algunos orientales acusados de asaltar naves del vecino país, los que se consideraban inmunes a toda pena dictada por tribunales locales en razón de que habían perpetrado sus delitos en aguas uruguayas. Más pintoresco, más dramático también, fue un episodio ocurrido en 1903, en ocasión del naufragio del vapor “Alacrity”, cerca de Punta del Indio. Las autoridades de la otra orilla se excusaron de socorrer al barco por entender que el siniestro había tenido lugar bajo jurisdicción argentina. Las autoridades argentinas, a su vez, sostuvieron que el siniestro había ocurrido fuera de su jurisdicción y en aguas donde ambas naciones “ejercieron siempre común autoridad”. Las conclusiones que eran, en casi todos estos incidentes, favorables al Uruguay, insinuaban una división geométrica del río muy a gusto de los orientales. Pero quizás no se encuentren palabras más solidarias con dicha tesis que las que escribió en 1873 el canciller argentino Carlos Tejedor. Ante una protesta por el registro y detención de naves uruguayas en el río Uruguay, admitió que los límites jurisdiccionales de ese río como del de la Plata estaban “indeterminados”. La indefinición facilitaba entonces confusiones o errores en “la aplicación práctica del derecho de gentes que dividen por mitad la jurisdicción”.

Parece fácil comprender ahora que, con estos antecedentes por delante, ni siquiera Zeballos se haya animado durante su gestión ministerial bajo el gobierno de Pellegrini a modificar supuestos o normas ya tradicionales. Todavía parece fácil comprender por qué en su discurso de agosto de 1908 en la Cámara de Diputados, y cuando estaban bien maduros los argumentos de una exclusiva hegemonía argentina, Emilio Mitre advirtió: “Si fuéramos a un arbitraje, nos veríamos derrotados hasta con nuestras propias memorias oficiales”. Pero sus palabras iban a ser borradas por otras más vigorosas y más al día con los intereses que empezaban a ocupar un vivo primer plano. Era el “travelling” del destino, como diría un cineasta.

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