miércoles, 27 de octubre de 2010

BAIGORRI Y LA MAQUINA DE HACER LLOVER - parte 3



El tal Baigorri había nacido en Entre Ríos a fines del siglo anterior. Hijo de un militar amigo del general Roca, llegó a Buenos Aires para hacer la secundaria en el Colegio Nacional. Cuando egresó viajó a Italia para estudiar geofísica y se recibió de ingeniero en la Universidad de Milán.

En esos años —principios de la década del 30— comenzó a viajar por el mundo, contratado por diferentes petroleras. Estuvo en diversos países de Europa, Asia y Africa. Y también en Estados Unidos, desde donde volvió contratado por YPF.

Con su mujer y su hijo se instaló en Caballito. Junto a sus bultos de familia hizo trasladar desde el aeropuerto un aparato con antenas expandibles, que guardó celosamente en un placard. "Más o menos estoy adaptado a Buenos Aires, pero hay mucha humedad", se quejaba. Una mañana se decidió. Tomó unos aparatos y los utilizó para ir midiendo la humedad por los barrios porteños. Se paró frente a una casa de Araujo y Falcón, en Villa Luro. Las agujas le indicaban que era la zona más alta de cuanto había recorrido. Compró esa casa, que tenía un altillo perfecto para un laboratorio.

Allí se fue "desarrollando" la función de la extraña máquina, un artefacto que, a los dichos de Baigorri, provocaba que el cielo rompiese en lluvia cada vez que la encendiera. Según él, ocurría por un mecanismo de electromagnetismo que concentraba nubes en el área de influencia del aparato.

Era 1938 y los diarios hablaban de los recientes suicidios de Leopoldo Lugones y Alfonsina Storni. Y de los fraudes en las elecciones parlamentarias que ponían al presidente Roberto Ortiz al borde de la renuncia. River inauguraba el Monumental.

Baigorri buscaba demostrar que podía manejar la lluvia y buscó el patrocinio del Ferrocarril Central Argentino. El gerente inglés oyó la propuesta y sonrió, malicioso. "¿Y usted podría hacerlo en cualquier lugar?", preguntó, tropezando con las palabras en español. Baigorri contestó que sí, y el inglés desafió, sarcástico: "Bueno, haga llover en Santiago del Estero".

Hacia allí salió el ingeniero, con su extraña máquina y un perito agrónomo de acompañante, que viajaba para controlarlo. A los pocos días volvieron y el perito certificó que, en una estancia de una localidad llamada Estación Pinto, Baigorri se puso a trabajar y a las ocho horas llovió.

Su fama comenzó a crecer y llegó con él, en tren, a Buenos Aires. Hasta viajaron dos periodistas de The Times, de Londres, para entrevistarlo. En el otro rincón, el ingeniero Calmarini, director de Meteorología, salió a decir que todo era un invento infame o, a lo sumo, obra de la casualidad.

Aprovechando la polémica y con el tema instalado en la calle, Crítica fue a entrevistar a Baigorri. De allí salió el desafío para el 2 de enero. Ante el silencio de Meteorología, el ingeniero subió la apuesta: le mandó al funcionario nacional un paraguas de regalo . Junto al bulto, una tarjeta: "Para que lo use el 2 de enero".Fue el día en que los porteños se desvelaron para mirar el cielo, esperando la lluvia.

Baigorri comenzó a viajar por el interior y a "hacer llover" con su máquina en diferentes localidades, con suerte dispar.

En 1951 fue asesor ad honórem del Ministerio de Asuntos Técnicos. Al año siguiente desempolvó su viejo invento y viajó a La Pampa. Llegó, encendió la batería y empezó a llover, aunque ya la gente dudaba de sus méritos: "Iba a llover de todos modos", decían.

Baigorri se recluyó en un largo silencio. Ya viudo, pasaba horas en el altillo de Villa Luro. Leonor, la mujer que hoy vive en esa casa, contó a Clarín: "Cada vez que llovía la gente rodeaba la casa y se ponía a mirar hacia el altillo". Allí mismo Baigorri se negó a atender a un emisario que decía venir en nombre de un empresario norteamericano para comprarle la fórmula. "Mi invento es argentino y será para exclusivo beneficio de los argentinos", le contestó.

Anciano y solo, vendió la casa y se mudó a lo de un amigo francés, que le prestó una habitación en un departamento. Murió en el otoño de 1972, hace justo 30 años. Tenía 81 y había llegado al hospital solo, con problemas en los bronquios.

Nadie más supo de la extraña máquina de las antenas. Ni si Baigorri dejó un sucesor secreto para que la activara como homenaje durante su propio sepelio: cuando lo estaban enterrando, en el cementerio de la Chacarita, se largó a llover.



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