jueves, 30 de septiembre de 2010

Rompimiento de relaciones con Brasil - parte 1


El 30 de septiembre de 1850 quedaron rotas las relaciones entre la Confederación Argen­tina y el Imperio de Brasil. Ese día el ministro de Negocios Extranjeros brasileño, Paulino Soares de Souza, entregaba –a su pedido- los pasaportes al ministro plenipotenciario ar­gentino, general Tomás Guido. Dos días des­pués, Guido y el personal de la Legación abandonaban Río de Janeiro.


La ruptura culminaba una tensa situación entre la Confederación gobernada por Rosas y el Imperio de Pedro II. Desde 1843 sabían perfectamente los sagaces hombres de estado brasileños que “o el Imperio terminaba con Rosas, o Rosas terminaba con el Imperio”. Pues la presencia en Buenos Aires de un go­bernante como Rosas -patriotismo, energía, astucia, coraje- significaba la consolida­ción de la nacionalidad argentina, y por lo tanto el límite o el retroceso para la polí­tica de expansión brasileña hacia el sur. Límite, por cuanto la decidida defensa que hacía Rosas del Estado Oriental gobernado por Oribe, impediría todo propósito brasi­leño de someterlo a su influencia; y retro­ceso, porque Rosas reclamaba la devolución de las Misiones Orientales ocupadas ilegal­mente por los lusitanos desde 1801.


No solamente eso. La política exterior de Rosas –el “sistema americano” como la lla­maba- tendía a estrechar los vínculos entre las distintas hijuelas de la herencia espa­ñola en América, o por lo menos entre aque­llas que formaron el Virreinato del Plata, creado en 1776 precisamente como muro de contención al expansionismo lusitano. A su vez, la política brasileña había consistido en dividir al vecino (el Estado Oriental, independizado en 1828, como consecuencia de la primera guerra argentino-brasileña; la República del Paraguay cuya formal declara­ción de Independencia había incitado en 1842 y reconocido en 1844) encontrando en esta ta­rea disgregadora la ayuda poderosa de Gran Bretaña, empeñada en atomizar el antiguo do­minio es pañol en América como medio de mane­jarlo económicamente. El “divide et impera” de los británicos en la herencia española en América, coincidía con el interés brasileño de mantener en Sudamérica un imperio fuerte y unido, rodeado por diez o más republi­quetas españolas, sin sentido nacional, anarquizadas y rivales entre ellas.


Pero Rosas se había impuesto en el Plata, y su sombra amenazaba al Imperio. Del mo­saico de provincias enemigas dejado por los “unitarios” (la oligarquía argentina) había emergido la fuerte realidad de la Confedera­ción de 1831, liga de gobiernos populares orientada por la firmeza del Restaurador porteño. No solamente era un peligro polí­tico para el Imperio, sino una amenaza so­cial. La consolidación de Rosas era el triunfo de las masas populares, pues su fi­gura tenía prestigio entre los demócratas y abolicionistas de Brasil.


Rosas había sabido imponer su “sistema americano”. Hizo la unidad de las catorce provincias argentinas (la porción remanente del escindido virreinato) con el Pacto de 1831 y sobre todo con su dura mano para hacerlo cumplir. Consiguió luego, por la Ley de Aduana de 1835, el florecimiento industrial de su pueblo en decadencia desde que los ingleses establecieron el librecambio de 1809. Defendió con gallardía la soberanía argentina contra la intervención francesa de 1838-40 y sus complicaciones internas de ejércitos “libertadores”, “libres” del sur, coaliciones del norte, estimuladas y pagadas por el almirante interventor. Y acababa de triunfar –por los tratados con Inglaterra de noviembre de 1849, y con Francia de agosto de 1850- de la segunda y temible intervención de ambos poderes mercantilistas coaligados.

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