El 30 de septiembre de 1850 quedaron rotas las relaciones entre la Confederación Argentina y el Imperio de Brasil. Ese día el ministro de Negocios Extranjeros brasileño, Paulino Soares de Souza, entregaba –a su pedido- los pasaportes al ministro plenipotenciario argentino, general Tomás Guido. Dos días después, Guido y el personal de la Legación abandonaban Río de Janeiro.
La ruptura culminaba una tensa situación entre la Confederación gobernada por Rosas y el Imperio de Pedro II. Desde 1843 sabían perfectamente los sagaces hombres de estado brasileños que “o el Imperio terminaba con Rosas, o Rosas terminaba con el Imperio”. Pues la presencia en Buenos Aires de un gobernante como Rosas -patriotismo, energía, astucia, coraje- significaba la consolidación de la nacionalidad argentina, y por lo tanto el límite o el retroceso para la política de expansión brasileña hacia el sur. Límite, por cuanto la decidida defensa que hacía Rosas del Estado Oriental gobernado por Oribe, impediría todo propósito brasileño de someterlo a su influencia; y retroceso, porque Rosas reclamaba la devolución de las Misiones Orientales ocupadas ilegalmente por los lusitanos desde 1801.
No solamente eso. La política exterior de Rosas –el “sistema americano” como la llamaba- tendía a estrechar los vínculos entre las distintas hijuelas de la herencia española en América, o por lo menos entre aquellas que formaron el Virreinato del Plata, creado en 1776 precisamente como muro de contención al expansionismo lusitano. A su vez, la política brasileña había consistido en dividir al vecino (el Estado Oriental, independizado en 1828, como consecuencia de la primera guerra argentino-brasileña; la República del Paraguay cuya formal declaración de Independencia había incitado en 1842 y reconocido en 1844) encontrando en esta tarea disgregadora la ayuda poderosa de Gran Bretaña, empeñada en atomizar el antiguo dominio es pañol en América como medio de manejarlo económicamente. El “divide et impera” de los británicos en la herencia española en América, coincidía con el interés brasileño de mantener en Sudamérica un imperio fuerte y unido, rodeado por diez o más republiquetas españolas, sin sentido nacional, anarquizadas y rivales entre ellas.
Pero Rosas se había impuesto en el Plata, y su sombra amenazaba al Imperio. Del mosaico de provincias enemigas dejado por los “unitarios” (la oligarquía argentina) había emergido la fuerte realidad de la Confederación de 1831, liga de gobiernos populares orientada por la firmeza del Restaurador porteño. No solamente era un peligro político para el Imperio, sino una amenaza social. La consolidación de Rosas era el triunfo de las masas populares, pues su figura tenía prestigio entre los demócratas y abolicionistas de Brasil.
Rosas había sabido imponer su “sistema americano”. Hizo la unidad de las catorce provincias argentinas (la porción remanente del escindido virreinato) con el Pacto de 1831 y sobre todo con su dura mano para hacerlo cumplir. Consiguió luego, por la Ley de Aduana de 1835, el florecimiento industrial de su pueblo en decadencia desde que los ingleses establecieron el librecambio de 1809. Defendió con gallardía la soberanía argentina contra la intervención francesa de 1838-40 y sus complicaciones internas de ejércitos “libertadores”, “libres” del sur, coaliciones del norte, estimuladas y pagadas por el almirante interventor. Y acababa de triunfar –por los tratados con Inglaterra de noviembre de 1849, y con Francia de agosto de 1850- de la segunda y temible intervención de ambos poderes mercantilistas coaligados.
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