viernes, 27 de noviembre de 2009

Primer debate televisivo - parte 2

Dos estilos

Muchos televidentes -la trasmisión se hizo por los canales 13 y 7- tuvieron la sensación de que se habían confrontado más que dos posturas, dos estilos: serena racionalidad versus retórica explosiva. Quizás ese poco lucido debut le dejó al justicialismo un mal sabor perdurable y contribuyó a fortalecer cierto mito según el cual someterse al gran debate siempre le conviene a uno pero no al otro, verdad criolla, en todo caso, ya que no alcanza a explicar por qué en el mundo desarrollado lo practican con frecuencia los que están arriba en las encuestas junto con los que están abajo.

El debate proselitista fue inventado en los Estados Unidos cien años después de que al republicano Abraham Lincoln y al demócrata Stephen Douglas se les ocurriera discutir en público sus ideas sobre la esclavitud, un careo de tres horas que, contra lo que podría suponerse, no benefició al héroe fundador. Pero el telegénico John Kennedy sabía lo que hacía en 1960 cuando le propuso al arrogante y feo Richard Nixon apoderarse de la aún no tan masiva televisión para repartirse el gusto de los votantes. Es famoso: aunque quienes siguieron el debate por radio dieron como ganador a Nixon, las masas de televidentes no dudaron en premiar a Kennedy. Entre otros desaciertos, Nixon aportó una cuota de sudor a su aspecto desfavorable; según la leyenda, otra cuota se la aportó Robert Kennedy al hacer subir la calefacción del estudio.

Así se inauguró otro debate, aún inconcluso, el de los intelectuales que le reprochan al género excesivo artificio y el de los constructores de imagen política, a quienes el color de la vestimenta de sus clientes, el maquillaje, la iluminación, los gestos ensayados y los besos finales de la familia les parecen una causa demasiado trascendente como para atender también las ideas. Nixon tuvo que esperar ocho años para llegar a la Casa Blanca, aunque en los Estados Unidos los debates sólo reverdecieron en 1976, cuando Robert Redford asesoró a James Carter para que luciera en la pantalla mejor que el presidente Gerald Ford. Y a Ford le tocó jubilarse enseguida.

Un cuarto de siglo después del estreno, entonces, el debate político televisivo llegó a Buenos Aires, aunque con más prevalencia de la política tradicional -¿factor de frescura?- que de las artes mediáticas, si bien es verdad que entre los asesores de Caputo había en 1984 un publicista, el precursor David Ratto, junto a los funcionarios Marcelo Delpech, Jorge Romero, Raúl Alconada Sempé, Albino Gómez y Susana Ruiz Cerrutti. Saadi no contaba con profesionales especializados en su equipo, donde se encontraban Ricardo Etcheverry Boneo, Celestino Marini, Nilda Garré, Julio Mera Figueroa y un empleado del Senado llamado Angel Luque, cuyo manejo de las sutilezas comunicacionales tampoco se verificó años después, cuando declaró que si su hijo hubiese sido el asesino de María Soledad Morales el cadáver no se habría hallado jamás, lo cual le valió ser expulsado de la Cámara de Diputados.

Según el analista político y encuestador Enrique Zuleta Puceiro, el debate Caputo-Saadi fue importante en un contexto en el que se discutían asuntos como la paz, el juicio a los militares y el congreso pedagógico, pero "hubo otro debate de proyección nacional, el de Rodolfo Terragno y Domingo Cavallo sobre la convertibilidad, que tuvo enorme trascendencia, porque significó la confrontación modelo-antimodelo". A otros (Antonio Cafiero-Juan Manuel Casella; Caputo-Adelina Dalesio de Viola; Aníbal Ibarra-Mauricio Macri), Zuleta no les asigna la misma jerarquía, por considerarlos distritales. En su opinión, la carencia de debates presidenciales no es anecdótica. "Está relacionada con la anemia de la política argentina, es decir, con la decadencia del discurso, el problema de la representatividad, la dificultad de confrontarse sobre aspectos como el empleo, la salud o la seguridad y polarizar las agendas, y la certeza pública de que se hacen campañas por izquierda y se gobierna por derecha".

Quizás todavía no ha sido suficientemente estudiado aquí el vínculo entre debate televisivo, información del elector, intención de voto y resultado electoral, por ejemplo, en el caso de los precandidatos presidenciales Fernando de la Rua y Graciela Fernández Meijide, cuando el primero se consagró candidato.

Dice a LA NACION el semiólogo Eliseo Verón que "el sistema mediático piensa que a las audiencias no les interesa la política; hay un círculo infernal entre la oferta y la demanda no explorada". Autor del libro Lula presidente, una investigación de la última campaña presidencial brasileña, Verón se manifiesta asombrado por los contrastes. "En Brasil se discuten los programas de los candidatos por televisión, hay un tratamiento que acá es inimaginable.
Pero no creo que la ausencia de debates finales en la Argentina, que en todo el mundo son ya un clásico, sea un fenómeno aislado sino que forma parte del extraño estatuto de la política en la televisión local". Falta decir que los pruritos de los políticos argentinos, dolor de cabeza corriente para cuanto productor de tevé quiera sentar en una misma mesa a dos protagonistas de distinto pensamiento, contribuyen a alimentar la escasez. Para contrastes, nunca algo tan logrado como hace veinte años.

Por Pablo Mendelevich para Suplemento Enfoques del diario La Nación.
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