Murió el 3 de julio de 1933. Fue un lunes y lloviznaba. Elpidio González le preguntó la hora a Alvear y el patricio sacó su reloj, lo miró y dijo: son las 19.21. Yrigoyen tenía más de ochenta años y había sido dos veces presidente de la República Argentina. No murió de golpe. Fiel a su estilo, se tomó su tiempo. Se fue apagando despacio y controló la situación casi hasta el final. Su cuarto era austero como austera era su casa. Según Ramos Mejía, "es más el lugar de penitencia de un monje laico que la mansión de un poderoso".
Cuatro médicos estuvieron en su cabecera: Izzo, Escudero, Meabe y Tobías. También lo acompañaron sus correligionarios más cercanos: Alvear, Pueyrredón y González. A su lado estuvo su amigo el comisario Fernando Betancour, que fue conservador hasta que lo conoció a Yrigoyen. En un rincón, en silencio, estaba Vicente Scarlatto, para algunos el confidente político de un hombre poco dado a las confidencias.
Nunca fue un católico practicante, pero aceptó que un fraile dominico -Álvaro Álvarez y Sánchez- lo confesara. Tampoco se opuso a que monseñor De Andrea rezara una oración en su nombre. Arregló sus cuentas con Dios con la misma discreción y reserva con que había arreglado sus cuentas con la vida.
También se preocupó por arreglar las diferencias con su familia. Con su hijo Eduardo estaban distanciados desde hacía por lo menos veinte años. Nunca nadie supo los motivos de esas diferencias. En realidad, nadie nunca pudo acceder a la vida privada de Yrigoyen. El misterio envolvía su personalidad como un aura o como una capa. Pero una semana antes de su muerte, Eduardo Yrigoyen se hizo presente en el cuarto de su padre. En esos días también llegó su hija Sara. Su otra hija, Elena, lo acompañaba desde hacía meses.
Los golpistas del 6 de setiembre de 1930 no le ahorraron ninguna humillación a don Hipólito. La detención en la isla Martín García, los agravios en la prensa cortesana, las investigaciones, la autorización para que la chusma asaltara su casa de calle Brasil. Sin embargo, para fines de 1932 la popularidad de Yrigoyen entre las clases populares volvía a ser grande. Los mismos que habían mirado con indiferencia o complicidad los preparativos del golpe de Estado, los mismos que se habían burlado del César octogenario o del caudillo senil y déspota, parecían hacerse cargo de su error. Los rigores de la dictadura de Uriburu, las persecuciones políticas y los planes de ajuste habían cumplido su tarea pedagógica.
En diciembre de 1932 la policía lo detuvo y lo acusó de terrorista. Las gestiones políticas permitieron liberarlo. En enero de 1933 llegó a Buenos Aires. En el puerto pocos prestaron atención a ese hombre de mirada severa, de chambergo, chalina y bastón y vestido de riguroso traje gris. Lo acompañaban su hija Elena y su secretaria Isabel Menéndez. Desde el puerto se trasladó a su casa de Sarmiento 844.
El 5 de abril se embarcó para Montevideo. Allí iba a estar casi tres semanas. Hacía más de cuarenta años que no pisaba tierra oriental. Lo había hecho después de la revolución radical de 1893. Ahora, como antes, llegaba a Montevideo como un perseguido. En realidad nunca fue amigo de los viajes. A diferencia de muchos de los hombres de su generación, jamás había viajado a Europa. Tampoco se interesó por hacerlo.
En la ciudad oriental lo iban a visitar los principales dirigentes del Partido Blanco. Conversaron con él Eduardo Víctor Haedo y Luis Alberto Herrera. En Montevideo, Yrigoyen lee los diarios, almuerza con sus amigos, pasea por la ciudad y descansa. En la última semana de abril le avisaron de la muerte de su hermana Marcelina. Prepararon el equipaje y regresaron a Buenos Aires. Sería su último viaje.
Los meses de mayo y junio transcurrieron sin grandes novedades. De vez en cuando paseaba en coche por la ciudad. A veces algún vecino lo reconocía y se acercaba a saludarlo. Le respondía con un gesto o llevando la mano al sombrero. Yrigoyen no podía con su genio y recibió a los correligionarios. Dialogaba con ellos, sugería estrategias y escuchaba opiniones. No intervenía como antes en las decisiones partidarias, pero estaba al tanto de todo. Sus incondicionales le informaban hasta los detalles que sacudían la vida interna de la UCR. A cada uno de sus visitantes le insistía en la necesidad de trabajar por la unidad del partido.
Para los primeros días de junio ya no podía levantarse. Los amigos y los médicos le dicen que es una indisposición pasajera, pero Yrigoyen no se engaña. "Siento que me voy" le dice a su amigo Betancour. Dos correligionarios lo visitaron para informarle sobre una conspiración. La respuesta de Yrigoyen sería de alguna manera su testamento político: "'No quiero una gota de sangre, pero quiero la unión de la UCR".
Una multitud rodeaba la casa de calle Sarmiento. Los curiosos se agolpaban en la calle y en las veredas. Se han metido en la casa, están en el recibidor, en las escaleras. El dolor, el asombro, se retrataba en los rostros de todos. "Se ha extinguido la vida de nuestro jefe" había dicho el comisario Betancour con lágrimas en los ojos y se ha abrazado con Alvear. Tamborini ha salido al balcón y se ha dirigido a la multitud: "Ciudadanos, descubrirse". Después todos han cantado el Himno Nacional.
Rogelio Alaniz
http://www.ellitoral.com
Cuatro médicos estuvieron en su cabecera: Izzo, Escudero, Meabe y Tobías. También lo acompañaron sus correligionarios más cercanos: Alvear, Pueyrredón y González. A su lado estuvo su amigo el comisario Fernando Betancour, que fue conservador hasta que lo conoció a Yrigoyen. En un rincón, en silencio, estaba Vicente Scarlatto, para algunos el confidente político de un hombre poco dado a las confidencias.
Nunca fue un católico practicante, pero aceptó que un fraile dominico -Álvaro Álvarez y Sánchez- lo confesara. Tampoco se opuso a que monseñor De Andrea rezara una oración en su nombre. Arregló sus cuentas con Dios con la misma discreción y reserva con que había arreglado sus cuentas con la vida.
También se preocupó por arreglar las diferencias con su familia. Con su hijo Eduardo estaban distanciados desde hacía por lo menos veinte años. Nunca nadie supo los motivos de esas diferencias. En realidad, nadie nunca pudo acceder a la vida privada de Yrigoyen. El misterio envolvía su personalidad como un aura o como una capa. Pero una semana antes de su muerte, Eduardo Yrigoyen se hizo presente en el cuarto de su padre. En esos días también llegó su hija Sara. Su otra hija, Elena, lo acompañaba desde hacía meses.
Los golpistas del 6 de setiembre de 1930 no le ahorraron ninguna humillación a don Hipólito. La detención en la isla Martín García, los agravios en la prensa cortesana, las investigaciones, la autorización para que la chusma asaltara su casa de calle Brasil. Sin embargo, para fines de 1932 la popularidad de Yrigoyen entre las clases populares volvía a ser grande. Los mismos que habían mirado con indiferencia o complicidad los preparativos del golpe de Estado, los mismos que se habían burlado del César octogenario o del caudillo senil y déspota, parecían hacerse cargo de su error. Los rigores de la dictadura de Uriburu, las persecuciones políticas y los planes de ajuste habían cumplido su tarea pedagógica.
En diciembre de 1932 la policía lo detuvo y lo acusó de terrorista. Las gestiones políticas permitieron liberarlo. En enero de 1933 llegó a Buenos Aires. En el puerto pocos prestaron atención a ese hombre de mirada severa, de chambergo, chalina y bastón y vestido de riguroso traje gris. Lo acompañaban su hija Elena y su secretaria Isabel Menéndez. Desde el puerto se trasladó a su casa de Sarmiento 844.
El 5 de abril se embarcó para Montevideo. Allí iba a estar casi tres semanas. Hacía más de cuarenta años que no pisaba tierra oriental. Lo había hecho después de la revolución radical de 1893. Ahora, como antes, llegaba a Montevideo como un perseguido. En realidad nunca fue amigo de los viajes. A diferencia de muchos de los hombres de su generación, jamás había viajado a Europa. Tampoco se interesó por hacerlo.
En la ciudad oriental lo iban a visitar los principales dirigentes del Partido Blanco. Conversaron con él Eduardo Víctor Haedo y Luis Alberto Herrera. En Montevideo, Yrigoyen lee los diarios, almuerza con sus amigos, pasea por la ciudad y descansa. En la última semana de abril le avisaron de la muerte de su hermana Marcelina. Prepararon el equipaje y regresaron a Buenos Aires. Sería su último viaje.
Los meses de mayo y junio transcurrieron sin grandes novedades. De vez en cuando paseaba en coche por la ciudad. A veces algún vecino lo reconocía y se acercaba a saludarlo. Le respondía con un gesto o llevando la mano al sombrero. Yrigoyen no podía con su genio y recibió a los correligionarios. Dialogaba con ellos, sugería estrategias y escuchaba opiniones. No intervenía como antes en las decisiones partidarias, pero estaba al tanto de todo. Sus incondicionales le informaban hasta los detalles que sacudían la vida interna de la UCR. A cada uno de sus visitantes le insistía en la necesidad de trabajar por la unidad del partido.
Para los primeros días de junio ya no podía levantarse. Los amigos y los médicos le dicen que es una indisposición pasajera, pero Yrigoyen no se engaña. "Siento que me voy" le dice a su amigo Betancour. Dos correligionarios lo visitaron para informarle sobre una conspiración. La respuesta de Yrigoyen sería de alguna manera su testamento político: "'No quiero una gota de sangre, pero quiero la unión de la UCR".
Una multitud rodeaba la casa de calle Sarmiento. Los curiosos se agolpaban en la calle y en las veredas. Se han metido en la casa, están en el recibidor, en las escaleras. El dolor, el asombro, se retrataba en los rostros de todos. "Se ha extinguido la vida de nuestro jefe" había dicho el comisario Betancour con lágrimas en los ojos y se ha abrazado con Alvear. Tamborini ha salido al balcón y se ha dirigido a la multitud: "Ciudadanos, descubrirse". Después todos han cantado el Himno Nacional.
Rogelio Alaniz
http://www.ellitoral.com
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