sábado, 20 de junio de 2009

La Muerte de Belgrano (crónicas) - 5



El cabo Anchorena quedó en silencio, retornando el trabajo del palito, siempre pensando. Después continuó:

-Se puede decir que estos tres meses en Güenoj Aires han sío tres meses di agonía. Un dia vino a verlo el general Lamadrí y esa sí que jue una gran alegría, pues ricordaron sucedidos de la campaña y tantos dias, algunos gloriosos y otros negros y disgraciaos. Y cuando salió, yo vide que el general Lamadrí tenía los ojos llenos de lágrimas, y me dijo el general tiene pocos días e vida. Y asi jue, fetivamente, porque a los pocos dias murió, dispués de sufrir como nunca, aunque siempre sin quejarse.
Y tuvo que morirse en medio de este asco, con estos tres gobernadores y estas ambiciones y luchas. Antej e morir, entuavia estaba priocupao por lo que le debía a cada uno, asi qui al dotor le dejó el reló di oro y le dijo qui era l'única prenda valiosa que le quedaba, y que quería que él lo acetara porque habia sido tan noble con él. A mí, que estaba parao en la puerta, me llamó y me dio de ricuerdo la bala que en la batalla del Tucumán no lo mató de milagro y quedó entre la chaqueta y el hombro. Dispués de haberse confesao y de recebir los santoj ólios, echó una mirada, como si se despidiera y aunque casi no podía hablar con mucho ejuerzo entuavía dijo ay patria mía.

Y tuitos cáimoj e rodillas, el dotor Rejé, suj hermanoj y el capitán Pacheco y yo también del otro lao e la puerta. Probecito, al menoj a dejao e sufrir. Y áura lo llevaremos al Santo Domingo.

El cabo se calló. Por entre las grietas y marcas de su cara caían ahora silenciosas lágrimas. Los años, los combates, los infortunios habían pasado por esa cara, dejando sus señales duras y profundas, como, el ácido sobre la plancha de un grabado. Pero los ojos no habían perdido esa misteriosa condición que los hace hasta el fin sensibles al dolor, ese atributo que los hace, con el corazón, las últimas regiones que resisten al endurecimiento que inexorablemente traen el tiempo y la desdicha.

Las campanas doblaban a muerto y una creciente melancolía empezó a adormecer a la mendiga. Arrebujada en su manto, en un rincón del atrio de Santo Domingo, por entre sus ojos semicerrados, pudo ver que llegaba un entierro humilde y pobretón, con un cura delante y cinco o seis hombres de negro. Con el tiempo horrible, con la llovizna helada y el viento del sudeste, todavía parecia más humilde y desamparado.

-Vienen pal Santo Domingo -pensó La Capitana-, y sus ojos se cerraron sin esperarlo. Así que ni siquiera pudo advertir que sobre el cajón habla una vieja bandera que ella había conocido.


Santos Lugares, junio de l963.

(De: Crónicas del pasado; Jorge Alvarez Editor; 1965)
http://www.portaldesalta.gov.ar/muertebelgrano.htm

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