Nadie se ha puesto de acuerdo sobre el significado de los túneles coloniales que recorren buena parte de la zona sur y céntrica de Buenos Aires. Proliferan las explicaciones y ninguna de ellas alcanza a descartar a las demás con la fuerza de lo demostrado. La historia quiere documentos. Y en esta cuestión de túneles, que por eso mismo, quizá, es tan oscura como oscuros e impenetrables a la luz son los pasadizos que corren bajo tierra, nadie ha encontrado todavía el ignorado manuscrito que ilumine una penumbra que tiene ya una larga proyección de tres siglos.
Por Jorge Larroca*
Acaba de crearse una comisión municipal permanente que deberá estudiar las condiciones de seguridad que ofrece el subsuelo de la ciudad, especialmente el de la zona sur, donde está la parte más vieja de Buenos Aires. La preside el ingeniero Carlos L. Krieger, de la Dirección de Servicios Públicos, y está integrada por los señores Juan C. Del Cerro, Carlos A. Giannoni, Carlos Sandullo todos ellos de organismos comunales y Jorge M. Santas, director del Museo de Arte Hispano Americano. La frecuente aparición de túneles y de recintos subterráneos como consecuencia de derrumbamientos o construcciones ha determinado que un grupo de especialistas se ocupe, por primera vez oficialmente, de todos los aspectos relacionados con su existencia. Se trata de establecer, en primer lugar, qué inconvenientes pueden crear a la población y, además, de considerar esas construcciones bajo nivel desde un punto de vista eminentemente histórico, proponiendo las soluciones más adecuadas. El ingeniero Krieger que viene investigando el tema desde hace mucho tiempo- nos dijo que consideraba apresurado adelantar detalles sobre la mecánica de la tarea que aguarda a la comisión. En nuestra búsqueda de antecedentes hablamos con el arquitecto Héctor Greslebin, tal vez el primero que se ocupó de estas cuestiones con metodología científica y autor de una obra que publicará próximamente; declinó formular cualquier tipo de referencias, aunque admitió haber hecho entrega al ingeniero Krieger, a pedido de éste y cuando se iniciaban las tareas de la comisión, de gran parte de su archivo sobre la materia. No ha pasado inadvertido que las autoridades encargadas de designar a los miembros del organismo oficial hayan olvidado el nombre del arquitecto Greslebin, alta autoridad en túneles coloniales.
A la espera del funcionamiento de la comisión comunal y de la publicación del trabajo mencionado haremos una reseña de los hallazgos más importantes que se dieron a conocer, periodísticamente, desde el 1900 a la actualidad. Insistimos: ahora, en junio de 1967, todavía no se ha publicado libro alguno sobre el tema. El ex director del Museo Etnográfico, señor F. F. Outes, anunció en 1928 la inminente aparición de una obra suya. Si así fue, nadie se enteró. El primer libro sobre túneles coloniales de Buenos Aires será el de Greslebin. Tampoco se han hallado documentos en los archivos. Queda, pues, el testio periodístico, motivado por la aparición, en distintas épocas y lugares, de estas sorprendentes manifestaciones de la arquitectura de las primeras épocas de Buenos Aires.
Resulta curioso comprobar que pasara tanto tiempo sin que alguien escribiese sobre las galerías subterráneas. ¿Eran, acaso, un tema tabú? Se cree que los primeros subterráneos datan de fines del 1600, es decir, un siglo después de la fundación de la ciudad por Garay. Durante todo el 1700 y la mayor parte del 1800, ni una sola mención cuya existencia sea pública y notoria. ¿Existiría una especie de tácita censura acerca de estas cuestiones?... Lo cierto es que la primera noticia data de 1865, o sea, una fecha dos siglos posterior a la que se presume que se construyeron las galerías del subsuelo porteño. Doscientos años durante los cuales muy pocos habrán tenido conocimiento de esa red oculta y vedada. Quienes la conocieron, o supieron de su existencia, no demostraron interés en dejarlo documentado. De esa circunstancia deriva, probablemente, el halo de misterio, la sensación de sobre lacrado que ha rodeado siempre toda referencia sobre el tema. Por eso, cuando una excavación deja a la vista un trozo de túnel o vestigios de un subterráneo arco abovedado comienzan a tejerse las historias más fantásticas; la curiosidad agolpa leyendas con detalles cambiantes de acuerdo con la imaginación de los testigos. Por otra parte, es sabido que muchos profesionales de la construcción ocultan eventuales descubrimientos de túneles en la creencia de que una intervención oficial ante el hallazgo provocaría retrasos en los plazos de construcción y el consiguiente encarecimiento de la obra. Prefieren no dar aviso y hacer desaparecer la galería (con más sentido práctico que conciencia histórica) borrando cada vez más la posibilidad de precisar el verdadero alcance y extensión de los subterráneos coloniales porteños.
Y ahora iniciemos el descenso a las catacumbas de Buenos Aires. El jueves 19 de agosto de 1909 el diario "La Nación" publicaba un artículo titulado "Los subterráneos de Buenos Aires", en torno a los hallazgos hechos por el ingeniero Carlos E. Martínez en el curso de trabajos de saneamiento del subsuelo ciudadano dispuestos por la Asistencia Pública. "Se sabía por antigua tradición dice la nota que debajo del ‘mercado viejo’ (Alsina y Perú) existían subterráneos, afirmándose que ellos formaban parte de las comunicaciones misteriosas que en la época colonial servían entre convento y convento, así como con algunos templos. Algo más había, como dato preciso, pues cuando hace muchos años, en 1865, se construyó la puerta de entrada al mercado, al excavar para fundar cimientos de los pilares, los obreros encontraron una ¡bayoneta y cabellos de mujer!".
Imaginemos la conmoción que habrán producido, en aquel Buenos Aires que aún conservaba las características provincianas de su época de Gran Aldea, esos cabellos de mujer en un recinto subterráneo. ¿Y por qué se aseguraba que eran de mujer? ¿Tal vez para otorgarle al hallazgo un matiz novelesco o sensacionalista? Nada de eso. De mujer, se dijo, porque los largos manojos de cabello aún conservaban el trenzado a que habían sido sometidos para mejor lucimiento de sus hebras. ¡Trenzas junto a una bayoneta en una galería subterránea! Durante largo tiempo se imaginaron historias, se urdieron caprichosas explicaciones. Mucho después alguien daría con la verdad, en un trabajo deductivo apoyado en la herrumbrosa bayoneta encontrada junto a las trenzas en un oculto socavón del subsuelo del viejo Buenos Aires. Pero no nos apresuremos y volvamos a los trabaos del ingeniero Martínez, relatados por "La Nación". Se dice en esa nota que el doctor Penna, de la Asistencia Pública, había indicado el Mercado del Centro como uno de los primeros puntos a atacar en el trabajo de saneamiento. Justamente, aquel recordado mercado del año 65. Y describe que al hacerse la perforación pudo reconocerse la entrada a una vasta cámara abovedada, obstruida a esa altura por gruesas vigas. "No se trataba expresa el cronista de un subterráneo reducido. A los 14 metros de profundidad había una sala enorme con bóveda y muros gruesos, aunque en mal estado. ¿Qué había allí? Basura, despojos de toda clase y trenzas de cabello en gran cantidad..."
Las famosas trenzas que un cuarto de siglo antes habían dado tanto que hablar, volvían a aparecer. Pero en esa ocasión ya no provocarían el mismo asombro provinciano de entonces. Porque alguien, cuyo nombre no fue recogido por la historia de los hechos menudos, ya había descubierto el enigma. Esas trenzas eran las mismas que el general Belgrano había hecho cortar, el 7 de noviembre de 1811, a los soldados del regimiento de Patricios, cuyo cuartel se había establecido precisamente sobre ese mismo sitio en los años iniciales de la Revolución. El artículo informa, además, que se hallaron hasta seis cámaras con distintas galerías más estrechas. Una de ellas "en tan buen estado que después de saneada hoy se aprovecha como depósito, hallándose situada debajo del puesto de frutas de los señores Camuyrano". Se encontraron varias cámaras, con medidas aproximadas a los 12 metros de largo por 8 de ancho y situadas a unos catorce metros de profundidad. Nada había en ellas que pudiera dar indicios acerca del objetivo para el que fueron construidas. Apenas "¡un esqueleto de perro, una aceitera, un pito, un estuche una jeringa y una calavera de gato!". Agregábase que con las máquinas perforadoras se llegó por debajo de tierra hasta la calle Perú pero "no se hallaron las comunicaciones que se sospechaban con el convento de los jesuitas (se refiere al de San Ignacio, en Bolívar y Alsina) como tampoco las perforaciones hechas hacia la calle Chacabuco nada indicaron de comunicaciones con la iglesia de San Juan" (Alsina y Piedras).
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