Trayectoria
vital y literaria
La
vida y la obra de Esteban Echeverría (1805-1851), poeta cívico comprometido
tanto con la renovación de la literatura, como con la «regeneración» de la
sociedad, fueron condicionadas por la época turbulenta que le tocó y que
aparece en sus textos, exacerbada y contradictoria, como la rescata la
Historia.
Su
trayectoria abarca tres momentos sobresalientes de la Argentina de la primera
mitad del siglo XIX: la Revolución de Mayo, el período ilustrado
encabezado por Bernardino Rivadavia y la etapa federal bajo la hegemonía de
Juan Manuel de Rosas, que coinciden con su infancia, su formación, y su madurez
cívica y literaria, respectivamente.
Infancia.
La revolución
José
Esteban Antonio Echeverría nace en el barrio porteño del Alto, hoy San Telmo,
en 1805, durante las turbulencias previas a la Revolución de Mayo de 1810 que
culminará, años más tarde, con la libertad de las colonias españolas de
Sudamérica.
Justamente
es en la escuela de San Telmo, que dependía del Cabildo revolucionario, donde
Esteban y su hermano José María reciben las primeras letras junto con el credo
de libertad e igualdad de los ideólogos de Mayo, inspirados en las doctrinas
del iluminismo y la Enciclopedia. No es casual que, cuando escriba
el Código, sea «Mayo» una de las «Palabras simbólicas» de sus mandamientos
políticos.
Aunque
el adulto adjudicará luego las falencias de su educación formal a las
contingencias revolucionarias, hay que añadir causas personales como la muerte
prematura de su padre y las desavenencias con el padrastro, así como los
cuidados maternos por su frágil salud y la muerte de ésta, que agudizan una
enfermedad cardiaca y dolencias nerviosas sufridas de por vida y tipificadas
como neurastenia por alguno de sus biógrafos.
Formación.
Buenos Aires y París
La
primera etapa de su formación transcurre en el Buenos Aires ilustrado y la
segunda en el París del romanticismo.
Su
juventud porteña coincide con el protagonismo público de Bernardino Rivadavia,
político ilustrado que llegará a ser el primer presidente de la flamante Nación
(1826-27) aunque su influencia abarcó un período más amplio, desde 1821, cuando
asumió como ministro de gobierno.
En
la conformación del país, en la pugna entre las provincias del interior y los
porteños, la derrota militar de Buenos Aires en la batalla de Cepeda (1 febrero
1820) supuso paradójicamente su prosperidad, gracias a la autarquía federal que
la benefició con los recursos de la aduana y el puerto.
Las
ventajas económicas y las políticas progresistas del gobierno unitario
impulsadas por Rivadavia, desarrollan y modernizan la ciudad. Se adoptan una
serie de medidas de gobierno entre las que destaca el apoyo a la educación: se
crea la Universidad de Buenos Aires en 1821, el Departamento de Primeras
Letras, al que concurrirá Echeverría, el Colegio de Ciencias Morales, y se
implementa un sistema de becas para formar en Europa a los profesionales que
necesitaba la nueva Nación. Para contrarrestar la herencia universitaria de
orientación escolástica y la enseñanza en manos de la Iglesia, se impulsa la escuela
pública y se modernizan los contenidos de acuerdo con las doctrinas del
cientificismo laico de la Ilustración.
La
formación porteña de Echeverría, que había comenzado en la escuela del Cabildo,
continúa en el ambiente liberal del Departamento de Primeras Letras, del que
fue alumno, y con las prácticas en los almacenes del Lezica y Piñeyro, ambos
personajes del entorno rivadaviano, impulsores del viaje a París del joven
aspirante, que estudia francés entre los despachos del almacén, y adhiere a la estética
neoclásica de sus maestros.
El
viaje a París
El
joven talentoso viaja a París ayudado por la política rivadaviana que tenía
comisionados en algunas capitales europeas (Londres y París) para acoger y
orientar a los jóvenes argentinos enviados por el gobierno para completar sus
estudios en los centros de avanzada de la época.
Zarpa
de Buenos Aires en octubre de 1825, y después de cuatro meses de accidentada
travesía, desembarca en Le Havre y se instala en París en marzo de
1826. En esta ciudad, durante algo más de cuatro años, transcurre la segunda
fase de su formación, y la de mayor importancia literaria, hasta su regreso a
la Argentina a fines de junio de 1830, tras breve paso por Londres.
Cuatro
años en los que no sigue una carrera regular, sino que toma cursos de distintas
asignaturas en la Sorbona, el Ateneo y también con profesores particulares. Es
época de ávidas lecturas en las que tercia «las más serias» sobre política,
filosofía, sociedad, legislación –según la valoración de quién aún no ha
asumido su vocación-, con las literarias: «Shakespeare, Schiller, Goethe y especialmente
Byron me revelaron un mundo nuevo».
París
vive por esos años el punto máximo del romanticismo que supuso no sólo un
cambio radical de estética literaria sino una revolución cultural que involucra
a la sociedad. La envejecida Ilustración y el neoclasicismo son defenestrados
por el movimiento romántico que tendrá su manifiesto en el prefacio a Cronwell (1827)
de Victor Hugo, su joven conductor de veinticinco años. La victoria de la nueva
estética ocurre en 1930, en el estreno de Hernani en el teatro Odeón,
donde se da la conocida batalla entre clásicos y modernos. Ese mismo año,
Lamartine publica Harmonies e ingresa a la Academia, lo que significa
la institucionalización de la nueva estética.
Si
bien no se tiene puntual noticia de la participación de Echeverría ni de sus
relaciones con los protagonistas del momento, no es difícil suponer que aspiró
el intenso clima de cambio cultural de la ciudad y que adhirió al nuevo credo
romántico por flechazo generacional.
A
su regreso a Buenos Aires lleva en la maleta, no sólo los saberes teóricos
aprendidos con sus profesores franceses y la nueva sensibilidad que ha
triunfado en la ciudad, sino una consecuencia que el transtierro y la toma de
distancia despiertan en el joven argentino: la certeza de una pertenencia
americana, la conciencia de identidad.
Ambas
etapas, la rivadaviana y la parisina, son decisivas para el desarrollo futuro
del conductor y del literato. Su formación en Buenos Aires, había combinado el
conocimiento directo de la realidad, adquirido en el trato con los gauchos en
la estancia pampeana de Los Talas y en sus andanzas juveniles por el suburbio
porteño, con la interpretación teórica de esa realidad hecha de espaldas al
país real, desde las cátedras europeizantes de la Universidad. En París se desprende
del legado de los claustros rivadavianos (más exactamente, de la parte
envejecida de ese legado) y, por empatía generacional, adhiere a las nuevas
doctrinas del romanticismo en el propio teatro de su gestación, y toma
conocimiento del socialismo utópico que terminará de profundizar con lecturas
recomendadas por sus amigos en Buenos Aires.
El
equipaje de un precursor
Mientras
el joven becario estudiaba, leía y aspiraba los aires nuevos de la capital
francesa, en su tierra se profundizan las diferencias ideológicas que llevarán
al país a una división en dos grandes partidos, pronto irreconciliables. El
unitario, heredero de los principios revolucionarios de Mayo y del racionalismo
ilustrado de sus ideólogos, vigorizado por la gestión de Rivadavia, pero que no
logra extenderse al interior y atiende fundamentalmente los intereses de Buenos
Aires. Y el federal, al que responden la mayoría de las provincias, aliadas o
enfrentadas entre sí.
Este
último tiene el apoyo de los federales porteños que, luego de distintos
avatares (ente ellos, la ejecución de Manuel Dorrego –federal moderado,
gobernador de Buenos Aires– por orden el general unitario Juan Lavalle), verá
surgir entre sus filas a Juan Manuel de Rosas, elegido gobernador de Buenos
Aires en 1829, que controlará el poder en las Provincias Unidas hasta 1852, un
año después de la muerte de Echeverría.
Cuando
en Junio de 1830 Echeverría regresa de París, Rosas gobernaba con facultades
extraordinarias, delegadas por las provincias, que se prorrogarán indefinidamente;
y el exilio de los unitarios, sus antiguos maestros, benefactores y amigos,
había comenzado: «al volver a mi patria ¡Cuántas esperanza traía! Pero todas
estériles: la patria ya no existía».
Efectivamente,
la situación política del país había cambiado; pero también los cuatro años en
París habían cambiado al propio Echeverría. Es significativo que cuando el
joven dependiente de los almacenes de Lezica embarcó rumbo a Europa se registra
como «comerciante» y al regresar a su país figura como «literato». El viaje,
sin dudas, le aclaró su destino.
Por
otra parte, en su equipaje de ida, llevaba un ejemplar de La lira
argentina, compendio de poesía neoclásica, compilada por iniciativa
gubernamental cuando Rivadavia era ministro de gobierno, para legar a la
posteridad la poesía patriótica de la gesta de Mayo. El libro, publicado (y
censurado) en París luego de curiosas peripecias, había llegado a Buenos Aires
en 1924, meses antes de la partida a Francia del joven Echeverría, que lo
incluyó en su escueto equipaje bibliográfico como quien lleva al partir una
síntesis de sus adhesiones: Mayo y la poesía neoclásica. Pero la experiencia en
el París bullente de la revolución romántica opera un cambio de mentalidad y, a
su regreso, será intangible pero muy otro el equipaje intelectual que introduce
en el Plata.
La
búsqueda de libertad, el ideal de independencia, la revolución política de los
poetas próceres de Mayo, aún encorsetados en los moldes neoclásicos de La
lira argentina, encontrará en el desborde romántico un formato a su
medida. En esa turbulencia intelectualmente fecunda e incentivadora, Echeverría
descubre no sólo su destino de poeta, sino su identidad de poeta cívico
americano; y encuentra también el instrumento nuevo, el lenguaje, para
ejercerlo.
El
romanticismo era algo más que una escuela literaria; aunaba en un mismo impulso
la revolución estética y el cambio social. El historicismo, la construcción de
la nación, una religiosidad laica y anticlerical, el individualismo y el
socialismo utópico del movimiento romántico eran una reacción contra el
universalismo estático y el racionalismo cientificista de la ilustración, de
los que el joven rioplatense se apartaba a medida que avanzaba su conversión al
nuevo credo. Conversión que continuará y se afirmará a su regreso, en el
ambiente abierto y receptivo del Buenos Aires poscolonial, por influencia de
las lecturas que le recomiendan sus amigos, sobre todo Juan Bautista Alberdi y
Domingo Faustino Sarmiento, admiradores de Saint Simon entre otros pensadores franceses
del momento.
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