martes, 3 de marzo de 2020

La huelga de inquilinos de 1907

El costo de vida aumentaba día a día y el salario iba teniendo casi un sentido testimonial para los miembros de los sectores populares. Uno de los rubros que había sufrido mayores aumentos frente a los eternamente rezagados salarios era el de los alquileres, que se llevaban un buen porcentaje de los ingresos familiares.

“Sea propietario” prometían los folletos de las agencias de promoción de la Argentina en Europa destinadas a los proletarios europeos, que eran alojados a su arribo en el llamado “Hotel de Inmigrantes”, un depósito de seres humanos, del cual se los expulsaba a los cinco días, quedando librados a su escasa o inexistente fortuna.

A la salida del Hotel estaban los “promotores” de los conventillos, subidos a carros que trasladaban a los inmigrantes hacia su nuevo destino. No había contratos de alquiler; el primer recibo de pago se lo daban al inquilino a los tres meses, para poder desalojarlo por falta de pago cuando el encargado o el propietario lo dispusiese.

Aquellas casas de inquilinato habían comenzado a surgir a comienzos de 1871 cuando las tropas argentinas regresaron de la guerra del Paraguay y trajeron, entre otras cosas, la epidemia de fiebre amarilla. El foco infeccioso se concentró en los barrios porteños de San Telmo y Monserrat, lugares tradicionales de residencia de nuestras familias “patricias”, que decidieron abandonar sus enormes mansiones para trasladarse a Barrio Norte y Recoleta.

El capital ocioso conformado por aquellas casonas encontraría rápidamente un nuevo destino con notable rédito para sus dueños, que vieron en el aluvión inmigratorio una notable oportunidad de darle un fin productivo a sus propiedades abandonadas. Los palacetes fueron transformados en verdaderos palomares, con habitaciones sin ventanas y con un solo baño para cientos de personas.

En un principio se las llamó “casas de alquiler” o “inquilinatos”, hasta que el ingenio popular las bautizó como conventillos, un diminutivo de convento, que ironizaba sobre las numerosas celdas que poblaban estos nuevos negocios de la oligarquía.

Gélidos en invierno, tórridos en verano, siempre insalubres, los conventillos eran la única posibilidad de vivienda para los recién llegados.

A comienzos de 1880 en Buenos Aires había 1.770 conventillos, en los que vivían 51.915 personas repartidas en 24.023 habitaciones de material, madera y chapas. Para mediados de 1890, ya eran 2.249 para 94.743 inquilinos.

En su revelador “Estudio sobre las casas de inquilinato de Buenos Aires”, publicado en 1885, el doctor Guillermo Rawson, apelaba, más que a la solidaridad, al desarrollado espíritu de supervivencia de nuestra clase dirigente para intentar mejorar las condiciones de vida de los inquilinos:

”De aquellas fétidas pocilgas, cuyo aire jamás se renueva y en cuyo ambiente se cultivan los gérmenes de las más terribles enfermedades, salen esas emanaciones, se incorporan a la atmósfera circunvecina y son conducidas por ella tal vez hasta los lujosos palacios de los ricos.

”Un día, uno de los seres queridos del hogar, un hijo, que es un ángel a quien rodeamos de cuidados y de caricias, se despierta ardiendo con la fiebre y con el sufrimiento de una grave dolencia […], aquel cuadro de horror que hemos contemplado un momento en la casa del pobre. Pensemos en aquella acumulación de centenares de personas, de todas las edades y condiciones, amontonadas en el recinto malsano de sus habitaciones; recordemos que allí se desenvuelven y se reproducen por millares, bajo aquellas mortíferas influencias, los gérmenes eficaces para producir las infecciones, y que ese aire envenenado se escapa lentamente con su carga de muerte, se difunde en las calles, penetra sin ser visto en las casas, aun en las mejor dispuestas; y que aquel niño querido, en medio de su infantil alegría y aun bajo las caricias de sus padres, ha respirado acaso una porción pequeña de aquel aire viajero que va llevando a todas partes el germen de la muerte.

”Las casas de inquilinato, con raras excepciones, si las hay, son edificios antiguos, mal construidos en su origen, decadentes ahora, y que nunca fueron calculados para el destino a que se les aplica. Los propietarios de las casas no tienen interés en mejorarlas, puesto que así como están les producen una renta que no podría percibir en cualquier otra colocación que dieran a su dinero.”

Pero no hubo caso, ni así pudo lograr la conmiseración de los dueños de todo que seguían preocupados en cosas tales como la importación de carros y caballos de Rusia y champagne francés hasta convertir a la Argentina en uno de los principales consumidores de América.

Un personaje de un relato del ministro de Roca, Eduardo Wilde, se quejaba de las “incomodidades” de su nueva mansión: “¿Sabés por qué he venido? Por huir de mi casa donde no podía dar un paso sin romperme la crisma contra algún objeto de arte. Casi me saqué un ojo una noche, entrando a oscuras a mi escritorio, contra el busto de Gladstone [líder conservador inglés]; otro día la Venus de Milo me hizo un moretón que todavía me duele; me alegré de verla con el brazo roto. Después, por sostener a la mascota me disloqué el dedo en la silla de Napoleón en Santa Elena, un bronce pesadísimo y casi me caí enredado en un tapiz del Japón. Luego, todos los días tenía disgustos con los sirvientes. Cada momento había alguna escena entre ellos y los adornos de la casa. –Señora, decía la mucama, Francisco ha roto un dedo a Fidias. –¿Cómo ha hecho eso usted, Francisco? –Señora, si ese Fidias es muy malo de sacudir.” 1

La situación explotó a mediados de 1907 cuando se produjo una novedosa huelga de inquilinos. Los habitantes de los conventillos de Buenos Aires, Rosario, La Plata y Bahía Blanca decidieron no pagar sus alquileres frente las pésimas condiciones de vida en los inquilinatos y al aumento desmedido aplicado por los propietarios.

La represión policial no se hizo esperar y comenzaron los desalojos. En la Capital estuvieron a cargo del jefe de Policía, quien desalojó a las familias obreras en las madrugadas del crudo invierno de 1907 a manguerazos de agua helada con la ayuda del cuerpo de bomberos.

“Anarquista se nace” decía el flamante jefe de Policía, coronel Ramón Lorenzo Falcón, mirando a Miguel Pepe, quien con solo 15 años se convirtió en uno de los más activos y eficaces oradores de aquellas jornadas.  Vinieron los desalojos y los tiros. Miguel quedó herido en un brazo. “Barramos con las escobas las injusticias de este mundo” se le escuchó decir. A los pocos días, una  manifestación de escobas, -mayoritariamente compuesta por mujeres y niños, los que más horas por día padecían los males de los conventillos- recorrió Buenos Aires. Salían a la luz los invisibles. Eran miles de escobas portadas pacíficamente.

El solidario gremio de los carreros se puso a disposición de los desalojados para trasladar a las familias a los campamentos organizados por los sindicatos anarquistas, donde el gremio gastronómico preparaba suculentas ollas populares financiadas con  aportes que llegaban de todo el país.

Tras una durísima y desigual lucha, los huelguistas lograron parcialmente su objetivo de conseguir la rebaja de los alquileres y mejorar mínimamente las condiciones de vida. Este original movimiento, que fue tomado como ejemplo y replicado en varias capitales del “primer” mundo, representó un llamado de atención sobre las dramáticas condiciones de vida de la mayoría de la población que ocuparon por aquellos días las tapas y los editoriales de los principales diarios.

Referencias:

1 Eduardo Wilde, Tiempos modernos, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1971.

Autor: Felipe Pigna

https://www.elhistoriador.com.ar/la-huelga-de-inquilinos-de-1907/

 

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