El costo de vida aumentaba día a día y el salario iba teniendo casi un sentido testimonial para los miembros de los sectores populares. Uno de los rubros que había sufrido mayores aumentos frente a los eternamente rezagados salarios era el de los alquileres, que se llevaban un buen porcentaje de los ingresos familiares.
“Sea propietario” prometían los
folletos de las agencias de promoción de la Argentina en Europa destinadas a
los proletarios europeos, que eran alojados a su arribo en el llamado “Hotel de
Inmigrantes”, un depósito de seres humanos, del cual se los expulsaba a los
cinco días, quedando librados a su escasa o inexistente fortuna.
A la salida del Hotel estaban los
“promotores” de los conventillos, subidos a carros que trasladaban a los
inmigrantes hacia su nuevo destino. No había contratos de alquiler; el primer
recibo de pago se lo daban al inquilino a los tres meses, para poder
desalojarlo por falta de pago cuando el encargado o el propietario lo
dispusiese.
Aquellas casas de inquilinato habían
comenzado a surgir a comienzos de 1871 cuando las tropas argentinas regresaron
de la guerra del Paraguay y trajeron, entre otras cosas, la epidemia de fiebre
amarilla. El foco infeccioso se concentró en los barrios porteños de San Telmo
y Monserrat, lugares tradicionales de residencia de nuestras familias
“patricias”, que decidieron abandonar sus enormes mansiones para trasladarse a
Barrio Norte y Recoleta.
El capital ocioso conformado por
aquellas casonas encontraría rápidamente un nuevo destino con notable rédito
para sus dueños, que vieron en el aluvión inmigratorio una notable oportunidad
de darle un fin productivo a sus propiedades abandonadas. Los palacetes fueron
transformados en verdaderos palomares, con habitaciones sin ventanas y con un
solo baño para cientos de personas.
En un principio se las llamó “casas
de alquiler” o “inquilinatos”, hasta que el ingenio popular las bautizó
como conventillos, un diminutivo de convento, que ironizaba sobre
las numerosas celdas que poblaban estos nuevos negocios de la oligarquía.
Gélidos en invierno, tórridos en
verano, siempre insalubres, los conventillos eran la única posibilidad de
vivienda para los recién llegados.
A comienzos de 1880 en Buenos Aires
había 1.770 conventillos, en los que vivían 51.915 personas repartidas en
24.023 habitaciones de material, madera y chapas. Para mediados de 1890, ya
eran 2.249 para 94.743 inquilinos.
En su revelador “Estudio sobre las casas
de inquilinato de Buenos Aires”, publicado en 1885, el doctor Guillermo Rawson,
apelaba, más que a la solidaridad, al desarrollado espíritu de supervivencia de
nuestra clase dirigente para intentar mejorar las condiciones de vida de los
inquilinos:
”De aquellas fétidas pocilgas, cuyo
aire jamás se renueva y en cuyo ambiente se cultivan los gérmenes de las más
terribles enfermedades, salen esas emanaciones, se incorporan a la atmósfera
circunvecina y son conducidas por ella tal vez hasta los lujosos palacios de
los ricos.
”Un día, uno de los seres queridos
del hogar, un hijo, que es un ángel a quien rodeamos de cuidados y de caricias,
se despierta ardiendo con la fiebre y con el sufrimiento de una grave dolencia
[…], aquel cuadro de horror que hemos contemplado un momento en la casa del
pobre. Pensemos en aquella acumulación de centenares de personas, de todas las
edades y condiciones, amontonadas en el recinto malsano de sus habitaciones;
recordemos que allí se desenvuelven y se reproducen por millares, bajo aquellas
mortíferas influencias, los gérmenes eficaces para producir las infecciones, y
que ese aire envenenado se escapa lentamente con su carga de muerte, se difunde
en las calles, penetra sin ser visto en las casas, aun en las mejor dispuestas;
y que aquel niño querido, en medio de su infantil alegría y aun bajo las
caricias de sus padres, ha respirado acaso una porción pequeña de aquel aire
viajero que va llevando a todas partes el germen de la muerte.
”Las casas de inquilinato, con raras
excepciones, si las hay, son edificios antiguos, mal construidos en su origen,
decadentes ahora, y que nunca fueron calculados para el destino a que se les
aplica. Los propietarios de las casas no tienen interés en mejorarlas, puesto
que así como están les producen una renta que no podría percibir en cualquier
otra colocación que dieran a su dinero.”
Pero no hubo caso, ni así pudo lograr
la conmiseración de los dueños de todo que seguían preocupados en cosas tales
como la importación de carros y caballos de Rusia y champagne francés hasta
convertir a la Argentina en uno de los principales consumidores de América.
Un personaje de un relato del
ministro de Roca, Eduardo Wilde, se quejaba de las “incomodidades” de su nueva
mansión: “¿Sabés por qué he venido? Por huir de mi casa donde no podía dar un
paso sin romperme la crisma contra algún objeto de arte. Casi me saqué un ojo
una noche, entrando a oscuras a mi escritorio, contra el busto de Gladstone
[líder conservador inglés]; otro día la Venus de Milo me hizo un moretón que
todavía me duele; me alegré de verla con el brazo roto. Después, por sostener a
la mascota me disloqué el dedo en la silla de Napoleón en Santa Elena, un
bronce pesadísimo y casi me caí enredado en un tapiz del Japón. Luego, todos
los días tenía disgustos con los sirvientes. Cada momento había alguna escena
entre ellos y los adornos de la casa. –Señora, decía la mucama, Francisco ha
roto un dedo a Fidias. –¿Cómo ha hecho eso usted, Francisco? –Señora, si ese
Fidias es muy malo de sacudir.” 1
La situación explotó a mediados de
1907 cuando se produjo una novedosa huelga de inquilinos. Los habitantes de los
conventillos de Buenos Aires, Rosario, La Plata y Bahía Blanca decidieron no
pagar sus alquileres frente las pésimas condiciones de vida en los inquilinatos
y al aumento desmedido aplicado por los propietarios.
La represión policial no se hizo
esperar y comenzaron los desalojos. En la Capital estuvieron a cargo del jefe
de Policía, quien desalojó a las familias obreras en las madrugadas del crudo
invierno de 1907 a manguerazos de agua helada con la ayuda del cuerpo de
bomberos.
“Anarquista se nace” decía el
flamante jefe de Policía, coronel Ramón Lorenzo Falcón, mirando a Miguel Pepe,
quien con solo 15 años se convirtió en uno de los más activos y eficaces
oradores de aquellas jornadas. Vinieron los desalojos y los tiros. Miguel
quedó herido en un brazo. “Barramos con las escobas las injusticias de este
mundo” se le escuchó decir. A los pocos días, una manifestación de
escobas, -mayoritariamente compuesta por mujeres y niños, los que más horas por
día padecían los males de los conventillos- recorrió Buenos Aires. Salían a la
luz los invisibles. Eran miles de escobas portadas pacíficamente.
El solidario gremio de los carreros
se puso a disposición de los desalojados para trasladar a las familias a los
campamentos organizados por los sindicatos anarquistas, donde el gremio gastronómico
preparaba suculentas ollas populares financiadas con aportes que llegaban
de todo el país.
Tras una durísima y desigual lucha,
los huelguistas lograron parcialmente su objetivo de conseguir la rebaja de los
alquileres y mejorar mínimamente las condiciones de vida. Este original
movimiento, que fue tomado como ejemplo y replicado en varias capitales del
“primer” mundo, representó un llamado de atención sobre las dramáticas
condiciones de vida de la mayoría de la población que ocuparon por aquellos días
las tapas y los editoriales de los principales diarios.
Referencias:
1 Eduardo
Wilde, Tiempos modernos, Buenos Aires, Centro Editor de América
Latina, 1971.
Autor: Felipe Pigna
https://www.elhistoriador.com.ar/la-huelga-de-inquilinos-de-1907/
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