Nada más espléndido que aquella noche de luna en que el aire
apenas movía las hojas de sierra de las cortaderas. Aquel pequeño
destacamento compuesto de quince hombres marchaba tranquilamente a relevar a la
guarnición del fortín Vanguardia. En el destacamento iba el cabo
Ledesma, acompañado como siempre de su anciana madre, el sargento 1º Carmen
Ledesma, que no lo desamparaba un momento. Mama Carmen, como se la
llamaba en el Regimiento 2, no tenía sobre la tierra más vínculo que el cabo
Ledesma, su último hijo vivo, y en él había reconcentrado el amor de los otros
quince, muertos todos en las filas del regimiento.
Y era curioso ver cómo aquel gigante de ébano respetaba a
mama Carmen, en su doble autoridad de madre y de sargento. En sus
momentos de mayor irritación y cuando era difícil contenerlo, un solo grito del
sargento Carmen lo hacía humillar como una criatura. Aquellos dos
seres se amaban con idolatría profunda: ella dividía su vida entre el servicio
y el hijo, y él no tenía mayor encanto que las horas tranquilas que pasaba en
el toldo de la madre.
En aquella marcha, como siempre, el
sargento iba al lado del cabo Ledesma, acariciándolo y alcanzándole un mate que
cebaba de a caballo, a cuyo efecto no saltaba nunca el mancarrón sin llevar la
pava de agua caliente. Todo
estaba tranquilo y el piquete
marchaba fiado en aquella tranquilidad del campo que indicaba no haber gente en
las cercanías.
Al bajar un médano de los muchos que hay
por aquellos parajes, se sintió un inmenso alarido, y el piquete se vio
envuelto por un grupo de más de cien indios, que sin dar tiempo a nada cargaron
sobre los soldados con salvaje brío. Acababan de caer en una emboscada hábilmente
tendida.
Soldados viejos y aguerridos, pronto
volvieron del primer asombro, y bajo las puntas de las lanzas que evitaban como
podían, obedecieron la voz del oficial, que les mandaba echar pie a tierra y
cargar las carabinas.
El momento era solemne; casi todos los
soldados habían sido heridos más o menos levemente, cuando sonaron los primeros
tiros. El piquete había
formado un grupo compacto en disposición de poder atender a todos lados, y
hacían un fuego graneado que algo contuvo en el principio a los indios. Pero comprendiendo que esto era su
pérdida irremisible, mientras más tiempo se sostuvieran los soldados, cargaron
con terrible violencia.
Un grito inmenso se escuchó a la derecha
del grupo, grito terriblemente conmovedor que acusaba la desesperación del que
lo había dado. Era mama
Carmen, a cuyo lado acababan de dar dos lanzazos de muerte a su hijo
Angel. La negra arrancó a
su hijo el cuchillo de la cintura, y como una leona saltó sobre los indios, a
uno de los cuales había agarrado la lanza. Este desató de su cintura las
boleadoras y cargó sobre la negra, a golpe seguro. Aquella lucha fue corta y tremenda.
La negra, huyendo la cabeza a la bola del
indio, se había resbalado por la lanza hasta tenerlo al alcance de la
mano. Entonces le había saltado al cuello, sin darle tiempo a usar de la
bola. El salvaje se había
abrazado de la negra y había soltado lanza y bolas, para buscar en la cintura
el cuchillo, arma más positiva para el momento apurado de la lucha cuerpo a
cuerpo.
Se puede decir que indios y cristianos
dejaron de luchar un momento, embargados por aquel espectáculo
tremendo. Indio y negra, formando un solo cuerpo que se debatía en
contorsiones desesperadas, habían rodado al suelo. Ambos se buscaban el corazón. A los pocos segundos se escuchó algo
como un rugido y se vio a la negra desprenderse del grupo y ponerse en pie,
mientras el indio quedaba en el suelo, perfectamente inmóvil: el puñal de la
negra le había partido el corazón.
Mama Carmen volvió al lado del cabo Ledesma,
que agonizaba. El fuego
continuó unos minutos más, causando a los indios algunas bajas, que los
hicieron retirarse abandonando la empresa de cautivar al piquete. Toda persecución era imposible, pues
el piquete tenía cuatro heridos graves, y el cabo Ledesma, que expiró pocos
minutos después sobre el regazo de mama Carmen.
La pobre negra miró a su hijo con un amor
infinito, le cerró los ojos y sin decir una palabra lo acomodó sobre el
caballo, ayudada por dos soldados. En
seguida, y siempre en su terrible silencio, se acercó al indio que ella había
muerto y con tranquilidad aparente le cortó la cabeza, que ató a la cola del
caballo donde estaba atravesado su hijo.
Al incorporarse al piquete, regresó al
campamento con su triste carga y su sangriento trofeo. A la siguiente noche y a la derecha
del campamento, se veía una mujer que, sable al hombro, paseaba en un espacio
de dos varas cuadradas. Era
el sargento Carmen Ledesma, que hacía la guardia de honor al cabo Angel
Ledesma, enterrado allí.
Fuente
Gutiérrez, Eduardo – Croquis y siluetas
militares – Ed. Edivérn – Buenos Aires (2005).
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