Intelectual central para entender una época, hizo la
autopsia de la economía británica en Argentina, defendió la neutralidad en la
guerra, continuó la elaboración de una metafísica de la Patria y su gente. De
Forja a su larga continuidad, dos reflexiones sobre un personaje necesario.
Scalabrini manejaba teodolitos y aparatos de mensura. Un
remoto temple positivista reinaba en su conciencia literaria. ¿Dónde y cuándo,
como si fuera un narcótico salvador, se aloja en su profesión de agrimensor el
tema del “hombre colectivo”? Se diría que siempre en Scalabrini convivieron los
humores del positivismo paleontológico –herencia paterna– y los arrebatos del
escritor sorprendido por el mito, la “creencia como magia de la vida”, cuestión
que toma de Macedonio Fernández.
Pudo haber sido un aguafuertista, como Arlt. Algo de eso hay
en La manga, sus cuentos de la década del veinte. Pero Raúl Scalabrini Ortiz
abandonaría muy pronto su tributo a una literatura influida por aires
decadentistas. Allí estaban la angustia de las muchedumbres, la relación de la
locura con el genio y las memorias en primera persona de escritores
desesperados.
Se equivocaría con él Hernández Arregui cuando festeja el
discurso de la economía política crítica que informa la obra de Scalabrini,
pero intenta separarlo de lo que llama las “neblinosas concepciones” tomadas de
la obra macedoniana.
No es así, una cosa está enlazada inseparablemente a la
otra. Sin el autor de Papeles de Recienvenido no hay Scalabrini. Ni hay tampoco
Borges o Marechal. Y tampoco hay Scalabrini sin el extraño telurismo que
obtiene de la obra de Ameghino, apenas trasladándolo del naturalismo
evolucionista hacia el cariz vitalista de un encierro moral que un día obtiene
su resarcimiento súbito.
Scalabrini tuerce destinos literarios y científicos, de todo
se impregna y todo reutiliza bajo su sello original, su revelada arrogancia.
Con esas herramientas de desobediencia no solo leyó la historia de una
postración nacional, sino que puso las bases para que no se pudiera hablar de
imperialismo sin postular un sujeto moral en permanente convulsión.
Esas
“muchedumbres” que ya estaban en su obra juvenil, que recibe de la literatura
social modernista. También presentes en El hombre que está solo y espera, lo
que lo acerca aunque sea alusivamente al hombre social que surge de la
venerable leyenda de la tierra poseída en común, que habían postulado los
populistas rusos en el siglo XIX.
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