martes, 20 de febrero de 2018

Historia del Asado Argentino - Parte 1



Españoles, ingleses e italianos describieron con asombro y algo de morbo la compulsión de los habitantes del Virreinato por la carne vacuna antes de que la Argentina fuera patria. 
Hasta Charles Darwin se ocupó de la particular "evolución" de los carnívoros más carnívoros del mundo. Apostillas de una historia que no tiene un origen cierto pero que describe como ninguna los atributos de la argentinidad, tan sangrienta como sabrosa.

Es triste reconocerlo, pero el asado no es argentino. Se cree que el hombre conoció el fuego unos 500.000 años antes de Cristo y, aunque no hay datos que lo confirmen, seguramente unos días después del espectacular descubrimiento algún homínido "proto-argento" habrá tirado un animal sobre las brasas. Allí surgió el primer asado de la historia, aunque todavía sin aplausos para el asador.

Claro que el "asado argentino", el de carne vacuna, marca de fábrica de las pampas y parte constitutiva del ser nacional, presenta algunos antecedentes que pueden ser recopilados por los revisionistas de la carne y que atribuyen a nuestros gauchos su implementación compulsiva.

Para referirse al primer asado en las tierras que tiempo después conformarían la Argentina hay que remontarse a 1556, cuando llegaron las vacas al Virreinato sin siquiera sospechar su destino de gloria. Años después fueron llevadas a la zona de Santa Fe y se cuenta que hacia 1580 miraron con ojos lánguidos de turistas la segunda fundación de Buenos Aires.

Las vacas, por condiciones de la naturaleza -y hasta quizás por aburrimiento-, comenzaron a reproducirse libremente y a desperdigarse por toda la pampa, que le ofrecía vastas llanuras repletas de pastizales. La compatibilidad que había entre el ganado y la tierra era tal que se calcula que en el siglo XVIII la pampa albergaba unos 40 millones de cabezas de ganado.

Hasta ese momento las vaquitas no eran ajenas, como mucho tiempo después escribiría don Atahualpa, ya que el ganado cimarrón no era propiedad de nadie. Cualquiera podía cazarlas con la condición de no pasarse de las doce mil cabezas.


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