sábado, 26 de agosto de 2017

Avellaneda, el presidente que educó a los argentinos y pobló el país - Parte 3



Ya la Primera Junta había advertido que uno de los problemas del naciente Estado era la inmensa extensión de tierras sin ocupar, que no contribuían a asegurar la soberanía de la Patria. Todos los Gobiernos patrios que se sucedieron, en mayor o menor medida, mencionaban en sus instrumentos la necesidad de poblar el territorio con inmigrantes procedentes del único lugar conocido y relativamente cercano que creyeron compatible con nosotros: Europa. 
El Primer Triunvirato, en decreto del 4 de septiembre de 1812, apuntaba: "promover la inmigración por todos los medios posibles". Lo mismo expresó el Congreso de Tucumán el 9 de julio de 1816, antes de declarar la independencia.

La comunidad que creció más rápidamente en los primeros años fue la británica, que se instaló principalmente en Buenos Aires, al compás del aumento del comercio y la apertura del puerto. Luego llegaron los franceses (algunos exiliados a la caída de Napoleón Bonaparte) y, en menor medida, alemanes e italianos. 

El Gobierno de Rivadavia trajo los primeros artistas, científicos, técnicos y sabios europeos. Con las guerras civiles y el régimen rosista continuó el lento crecimiento de la colectividad inglesa, en detrimento de las demás. Por esos años, Sarmiento, en sus obras, alentaba la inmigración como manera de revertir la natural tendencia al ocio que él observaba en nuestros habitantes. Juan Bautista Alberdi sostenía algo semejante: "Un hombre trabajador es el catecismo más edificante".

Avellaneda coincidiría plenamente con tales ideas. En su gestión, se sostenía: "Todo está salvado cuando hay un pueblo que trabaja". Había que hacer trabajar a los argentinos y la manera más práctica era inyectando, rápidamente, sangre de inmigrantes, que vinieran a trabajar y a enseñar las bondades del trabajo a nuestros gauchos. 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario