El 1º de febrero de 1931 fue fusilado el anarquista
expropiador de origen italiano Severino Di Giovanni, quien con asaltos y
atentados, logró tener en jaque a la policía del país durante seis años.
Di Giovanni había nacido el 17 de marzo de 1901 y vivió su adolescencia en los
escenarios de posguerra, entre el hambre y la pobreza. Tipógrafo, maestro
y autodidacta, se topó con las lecturas libertarias de Bakunin, Malatesta y
Proudhon, entre otros teóricos del anarquismo.
Fallecidos sus padres, cuando tenía apenas 19 años, comenzó
la militancia anarquista, al mismo tiempo que en Italia se producía el ascenso
del fascismo de Benito Mussolini. Casado y con tres hijos que mantener, se
exilió en Argentina, específicamente en Morón, donde se desempeñó como tipógrafo.
Eran los años en que el anarquismo acusaba más que nunca los duros golpes
recibidos desde 1910. Di Giovanni se alineó con los grupos más radicales del
anarquismo en el país y participó en una serie de acciones violentas y
atentados que entonces y hoy son motivo de polémica. El 31 de enero de 1931,
fue capturado y condenado a muerte, luego de denunciar con dureza la represión
y torturas producidas por el gobierno de facto de José Félix Uriburu, que
había derrocado a Hipólito Yrigoyen en 1930.
Tras despedirse de su familia, fue ejecutado dos días
después de haber sido apresado, en el patio de la penitenciaría de la calle Las
Heras ante varios testigos, entre los que se encontraba el escritor Roberto
Arlt, quien en un artículo –transcripto a continuación- narró los últimos
momentos de vida del anarquista.
Fuente: ARLT, Roberto, Obras completas, Buenos Aires,
Omeba, 1981, en PIGNA, Felipe, Los Mitos de la Historia Argentina 3,
Buenos Aires, Planeta, 2006.
“El condenado camina como un pato. Los pies aherrojados con
una barra de hierro a las esposas que amarran las manos. Atraviesa la franja de
adoquinado rústico. Algunos espectadores se ríen. ¿Zoncera? ¿Nerviosidad?
¡Quién sabe! El reo se sienta reposadamente en el banquillo. Apoya la espalda y
saca pecho. Mira arriba. Luego se inclina y parece, con las manos abandonadas
entre las rodillas abiertas, un hombre que cuida el fuego mientras se calienta
agua para tomar el mate. Permanece así cuatro segundos. Un suboficial le cruza
una soga al pecho, para que cuando los proyectiles lo maten no ruede por
tierra. Di Giovanni gira la cabeza de derecha a izquierda y se deja amarrar. Ha
formado el blanco pelotón fusilero. El suboficial quiere vendar al condenado.
Éste grita: “Venda no”.
”Mira tiesamente a los ejecutores. Emana voluntad. Si sufre
o no, es un secreto. Pero permanece así, tieso, orgulloso. Di Giovanni
permanece recto, apoyada la espalda en el respaldar. Sobre su cabeza, en una
franja de muralla gris, se mueven piernas de soldados. Saca pecho. ¿Será para
recibir las balas?
— Pelotón, firme. Apunten.
La voz del reo estalla metálica, vibrante:
— ¡Viva la anarquía!
— ¡Fuego!
”Resplandor subitáneo. Un cuerpo recio se ha convertido en
una doblada lámina de papel. Las balas rompen la soga. El cuerpo cae de cabeza
y queda en el pasto verde con las manos tocando las rodillas. Fogonazo del tiro
de gracia.
”Las balas han escrito la última palabra en el cuerpo del
reo. El rostro permanece sereno. Pálido. Los ojos entreabiertos. Un herrero
martillea a los pies del cadáver. Quita los remaches del grillete y de la barra
de hierro. Un médico lo observa. Certifica que el condenado ha muerto. Un
señor, que ha venido de frac y con zapatos de baile, se retira con la galera en
la coronilla. Parece que saliera del cabaret. Otro dice una mala palabra.
”Veo cuatro muchachos pálidos como muertos y desfigurados
que se muerden los labios; son: Gauna, de La Razón, Álvarez, de Última
Hora, Enrique González Tuñón, de Crítica y Gómez de El Mundo. Yo
estoy como borracho. Pienso en los que se reían. Pienso que a la entrada de la
Penitenciaría debería ponerse un cartel que rezara:
— Está prohibido reírse.
— Está prohibido concurrir con zapatos de baile”.
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