En 1803, Petronila Serrano, que provenía de una familia rica
venida a menos, sólo consiguió la autorización de su padre para trabajar en el
teatro, ese sitio “pecaminoso” “donde sólo milagrosamente puede conservarse la
virtud y la inocencia”, a cambio de firmar un contrato que le reportaba un
salario, casa y una esclava. 4
En aquel contexto tan moralista e intolerante para algunas
cosas, y tan laxo y tolerante para otras como el contrabando y la corrupción,
nadie debía siquiera intentar aprovechar el espectáculo para otros menesteres
como vincularse con las damas. Para evitar el trastorno, ahí estaba el
reglamento emitido por Vértiz y reforzado por Sobremonte que obligaba a la
separación de los sexos en los palcos y en los camarines. Se prohibía la venta
ambulante y la entrada de niños de pecho para evitar molestias a los espectadores.
Se aclaraba especialmente que no estaba permitido a los hombres pararse en las
zonas de acceso de las espectadoras pare evitar “verlas subir o bajar” y para
preservar la moral se había puesto un tabique que impedía ver los pies de las
actrices. Para guardar las formas también se prohibía gritarles a los actores
durante la representación –cosa que no se cumplía demasiado- y “el decir voces
impropias”. Funcionó también una comisión de censura que durante algún tiempo
estuvo a cargo de don Domingo Belgrano, el padre de uno de los más notables
defensores de la libertad de pensamiento en estas tierras.
La cazuela estaba por encima de los palcos y era más popular
pero algunas mujeres distinguidas optaban por la cazuela cuando no querían
ponerse de punta en blanco ni lucir todas sus joyas. Era un lugar ideal para
chusmear sin ser tan vistas y eso también era un aliciente para alternar
cazuela y palco.
Comenzaba una larga y rica historia, la del notable teatro
argentino, una marca indeleble de identidad cultural que abarca gran parte de
país y que tiene en Buenos Aires un destacado centro de producción que ostenta
con orgullo su récord mundial de tener en temporada unas 400 obras en cartel
entre teatros oficiales, cooperativos, privados, a la gorra, siempre a pulmón y
corazón.
4 Beatríz Seidel,
op. cit.
Felipe Pigna
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