Fray Luis impuso en el campamento
del Plumerillo un frenético ritmo de producción. Montó un taller en el que
trabajaban por turnos unos setecientos artesanos y operarios a los que Beltrán
formaba a los gritos en medio del ruido ensordecedor de los golpes del martillo
sobre el hierro hasta quedar ronco para toda la vida. Allí, donde no había nada
más ni nada menos que la solidaridad y la entrega a la causa revolucionaria del
pueblo cuyano, se fabricaba de todo, desde monturas y zapatos hasta balas de
cañón, granadas, fusiles, vehículos de transporte y granadas. Allí diseñaba las
máquinas para disimular la desigualdad entre aquellos hombres y la imponencia
de la cadena montañosa más alta del mundo después del Himalaya. Puentes
colgantes, grúas, pontones para doblegar quebradas intransitables y
abismos imposibles, todo se fabricaba allí día y noche bajo el impulso de
Fray Luis. Ya no quedaban campanas en las iglesias de la zona ni ollas en
muchas casas, todo era fundido en los talleres de aquel “Vulcano con sotana”.
“Si los cañones tienen que tener alas, los tendrán” decía Beltrán. San Martín
quiso premiar tanto empeño y lo ascendió a Teniente Primero con el grado de
Capitán. El inspector general del Ejército, José Gazcón se opuso a la carrera
militar del fraile artillero por considerarla anticatólica pero el jurista
canónico Diego Estanislao Zavaleta dictaminó a favor de la continuidad de
Beltrán a las órdenes de San Martín.
Pero Fray Luis no sólo fabricaba
las armas, las usaba con un coraje temerario que fue reconocido por el gobierno
de las Provincias Unidas a través de una medalla por su actuación en la
memorable batalla de Chacabuco el 12 de febrero de 1817.
Proclamada la independencia de
Chile, Beltrán comenzó a preparar los pertrechos para la expedición al Perú,
pero el desastre de Cancha Rayada lo obligó a trabajar sin parar junto a un
grupo selecto de colaboradores en la provisión del ejército libertador. En sólo
16 días tuvo listos 22 cañones, cientos de fusiles y miles de municiones que
serían estrenados con todo éxito en el definitivo combate de Maipú el 5 de
abril de 1818. Tras lo cual recibió otro encargo del Libertador: preparar lo
más maravillosos fuegos de artificio para celebrar la Independencia de
Chile.
Participó activamente en la
provisión y mantenimiento del parque de artillería de la campaña del Perú y fue
designado por San Martín como Director de la maestranza del Ejército
Libertador. Se dio el gusto de entrar en Lima junto al Libertador, aquella
histórica capital desde donde salían las órdenes para aniquilar poblaciones
enteras.
Tras el retiro de San Martín,
Beltrán siguió peleando a los órdenes de Bolívar. Instalado en el cuartel
general de Trujillo, el fraile volvió al intenso ritmo de producción y a los
turnos rotativos de trabajadores. Pero a la severidad de Bolívar no le
alcanzaba y quiso poner a prueba la su eficiencia ordenándole la puesta a punto
y embalaje de unos mil fusiles y armas de puño en un plazo máximo de tres días.
Beltrán y su gente pusieron todo el empeño olvidándose del sueño. Al octavo día
todavía faltaban embalar algunas piezas cuando llegó Bolívar y lo reprendió
duramente y lo amenazó con fusilarlo. Fray Luis entró en una profunda depresión
y se encerró en su cuatro. Seguramente el episodio no lo era todo, era aquella
famosa gota de aquel famoso vaso. Años de lucha, de esfuerzos, de no parar.
La
“melancolía” como se decía entonces, le fue ganando la partida y el suicidio
apareció cada vez más fuerte en sus pensamientos hasta que se transformó en
acción. Se cercioró de que todas las aberturas de su cuarto estuviesen bien
cerradas, arrojó sobre el brasero un producto químico que producía un vapor
asfixiante y se acostó en su cama a esperar
aquella muerte que tantas veces había esquivado en los campos de batalla de
medio continente. Pudo ser salvado a tiempo pero los médicos que lo atendieron
lo encontraron en un estado de total alteración mental. Deambuló delirando por
las callejuelas del pueblito de Huanchaco, hasta que fue rescatado por una
familia amiga, pudo restablecerse y embarcarse hacia Chile. Volvió a cruzar la
cordillera y llegó a Buenos Aires justo a tiempo para incorporarse, con su
revalidado título de Teniente Coronel, a las tropas navales que se aprestaban a
combatir contra el Brasil y participó en el combate de Ituzaingo. Pero su estado
físico y espiritual se complicaban. Debió abandonar la campaña y regresar a
Buenos Aires. Sentía que ahora si venía la muerte por su cuenta y quiso volver
a ser sólo un sacerdote. Renunció a las armas y se encerró a hacer penitencia
severa por varios días. Luis Beltrán murió fraile y sin un peso a los cuarenta
y tres años, el 8 de diciembre de 1827.
Su confesor comentó que se había
reconciliado con el Ser Supremo. Nunca conoceremos los detalles de aquella
pelea desigual ni de esta reconciliación.
Autor: Felipe Pigna
Fuente: www.elhistoriador.com.ar
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