lunes, 18 de noviembre de 2013

Fray Luis Beltrán el enloquecido por la revolución - Parte 2



Fray Luis impuso en el campamento del Plumerillo un frenético ritmo de producción. Montó un taller en el que trabajaban por turnos unos setecientos artesanos y operarios a los que Beltrán formaba a los gritos en medio del ruido ensordecedor de los golpes del martillo sobre el hierro hasta quedar ronco para toda la vida. Allí, donde no había nada más ni nada menos que la solidaridad y la entrega a la causa revolucionaria del pueblo cuyano, se fabricaba de todo, desde monturas y zapatos hasta balas de cañón, granadas, fusiles, vehículos de transporte y granadas. Allí diseñaba las máquinas para disimular la desigualdad entre aquellos hombres y la imponencia de la cadena montañosa más alta del mundo después del Himalaya. Puentes colgantes, grúas, pontones para   doblegar quebradas intransitables y abismos imposibles,  todo se fabricaba allí día y noche bajo el impulso de Fray Luis. Ya no quedaban campanas en las iglesias de la zona ni ollas en muchas casas, todo era fundido en los talleres de aquel “Vulcano con sotana”. “Si los cañones tienen que tener alas, los tendrán” decía Beltrán. San Martín quiso premiar tanto empeño y lo ascendió a Teniente Primero con el grado de Capitán. El inspector general del Ejército, José Gazcón se opuso a la carrera militar del fraile artillero por considerarla anticatólica pero el jurista canónico Diego Estanislao Zavaleta dictaminó a favor de la continuidad de Beltrán a las órdenes de San Martín.

Pero Fray Luis no sólo fabricaba las armas, las usaba con un coraje temerario que fue reconocido por el gobierno de las Provincias Unidas a través de una medalla por su actuación en la memorable batalla de Chacabuco el 12 de febrero de 1817.

Proclamada la independencia de Chile, Beltrán comenzó a preparar los pertrechos para la expedición al Perú, pero el desastre de Cancha Rayada lo obligó a trabajar sin parar junto a un grupo selecto de colaboradores en la provisión del ejército libertador. En sólo 16 días tuvo listos 22 cañones, cientos de fusiles y miles de municiones que serían estrenados con todo éxito en el definitivo combate de Maipú el 5 de abril de 1818. Tras lo cual recibió otro encargo del Libertador: preparar lo más maravillosos  fuegos de artificio para celebrar la Independencia de Chile.


Participó activamente en la provisión y mantenimiento del parque de artillería de la campaña del Perú y fue designado por San Martín como Director de la maestranza del Ejército Libertador. Se dio el gusto de entrar en Lima junto al Libertador, aquella histórica capital desde donde salían las órdenes para aniquilar poblaciones enteras.

Tras el retiro de San Martín, Beltrán siguió peleando a los órdenes de Bolívar. Instalado en el cuartel general de Trujillo, el fraile volvió al intenso ritmo de producción y a los turnos rotativos de trabajadores. Pero a la severidad de Bolívar no le alcanzaba y quiso poner a prueba la su eficiencia ordenándole la puesta a punto y embalaje de unos mil fusiles y armas de puño en un plazo máximo de tres días. Beltrán y su gente pusieron todo el empeño olvidándose del sueño. Al octavo día todavía faltaban embalar algunas piezas cuando llegó Bolívar y lo reprendió duramente y lo amenazó con fusilarlo. Fray Luis entró en una profunda depresión y se encerró en su cuatro. Seguramente el episodio no lo era todo, era aquella famosa gota de aquel famoso vaso. Años de lucha, de esfuerzos, de no parar. 

La “melancolía” como se decía entonces, le fue ganando la partida y el suicidio apareció cada vez más fuerte en sus pensamientos hasta que se transformó en acción. Se cercioró de que todas las aberturas de su cuarto estuviesen bien cerradas, arrojó sobre el brasero un producto químico que producía un vapor asfixiante y se acostó en su cama a esperar aquella muerte que tantas veces había esquivado en los campos de batalla de medio continente. Pudo ser salvado a tiempo pero los médicos que lo atendieron lo encontraron en un estado de total alteración mental. Deambuló delirando por las callejuelas del pueblito de Huanchaco, hasta que fue rescatado por una familia amiga, pudo restablecerse y embarcarse hacia Chile. Volvió a cruzar la cordillera y llegó a Buenos Aires justo a tiempo para incorporarse, con su revalidado título de Teniente Coronel, a las tropas navales que se aprestaban a combatir contra el Brasil y participó en el combate de Ituzaingo. Pero su estado físico y espiritual se complicaban. Debió abandonar la campaña y regresar a Buenos Aires. Sentía que ahora si venía la muerte por su cuenta y quiso volver a ser sólo un sacerdote. Renunció a las armas y se encerró a hacer penitencia severa por varios días. Luis Beltrán murió fraile y sin un peso a los cuarenta y tres años, el 8 de diciembre de 1827.
Su confesor comentó que se había reconciliado con el Ser Supremo. Nunca conoceremos los detalles de aquella pelea desigual ni de esta reconciliación.

Autor: Felipe Pigna

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