sábado, 20 de abril de 2013

El músico preferido de Rosas - parte 3


Y poniéndose en postura y alzando la mirada, como si implorase en ella a sus dioses penates, produjo una escala “brava” y la emprendió en seguida con un solo de flautín.  Y fue tan del agrado del excelentísimo señor y aun de don Eusebio de la Santa Federación que acudido había y seguía con gesticulaciones payasescas aquellas notas “chillonas”, que, inmediatamente, don Francisco quedó nombrado “músico mayor de Palermo”, con la obligación de formar la referida banda militar que serviría de retreta y para dar conciertos en el histórico puente del lago, donde atracaba el famoso vaporcito de ruedas.
Pues manos a la obra, -se dijo don Francisco, satisfecho de su suerte y de lo bien que lo había tratado su excelencia, para añadir, en el colmo de su gozo-  ¡Si ya decía yo que no era tan fiero el león como lo pintan!
Y en un periquete, a este quiero y a aquel desahucio, formó su banda marcial con los más hábiles cornetas que en Palermo había.
Y, fue una tarde, de verano por más señas, en que, adiestrados ya sus discípulos “magistralmente”, se dispuso, rebosante de orgullosa vanidad, darle a su excelencia “la gran sorpresa del siglo”.  Así, pues, se dirigió cautelosamente, muy cautelosamente, a las habitaciones en que su excelencia solía recibirlo cuando estaba de buen humor.
- Ya verán, ya verán –iba diciendo “in mente”- como se pone el “Héroe del Desierto” cuando oiga….
Y engolfado en la prematura satisfacción que la agradable sorpresa les produciría a cuantos le oyeran “su banda”, aquí entro y allí salgo, logró por fin, dar con una puerta tras la cual le pareció oír la voz de su excelencia.  Abre, y… efectivamente, El Restaurador allí estaba, en aquella habitación, conversando familiarmente, “muy familiarmente, -añadía don Francisco- con una hermosa dama.
- ¡Eh! –le gritó Rosas al verlo, frunciendo el seño.
- ¿Cómo se atreve? ¿Qué quiere?  -clavando en él la mirada terriblemente fría de sus ojos azules.
- Pues… -articuló don Francisco, tartamudeando y temblando como perro chino en invierno-, ¡nada señor!… Es que la banda… Sí, señor, la banda ya está dispuesta esperando a que su excelencia quiera…  -y salió de allí a todo escape, gesticulando, accionando y murmurando: ¡Me fusila!….. lo he leído en su actitud…  El león es más fiero de lo que lo pintan-.  Y aquí caigo y allí me levanto, llegó al puente, en el que, firme, lo esperaba su banda de cornetas.
- Atención, muchachos –les gritó con las voz trémula y ademanes descompasados de mando-  Atención, he dicho –añadió, enarbolando su diminuto instrumento a guisa de batuta-  ¡Vamos, que ya vino su excelencia!  A ver, tres por cuatro… El minué nacional.  ¡Mucho cuidado!  ¡Mucho cuidado!
Y señalando el compás con el referido instrumento, la emprendió con su flautín “dale que dale”, cuando vio venir a su excelencia, acompañado de Manuelita y otras damas; de los representantes del cuerpo diplomático francés –con los que su excelencia acababa de ajustar el tratado de paz-; el ministro Arana; oficiales de guardia y otras personas que, a distancia respetuosa, prestaban curiosa atención, como aquéllos, a las bien combinadas y ejecutadas armonías de la banda, que tocaba la pieza favorita de Rosas, como nunca se había oído en Palermo.
“En aquel momento, -decía el viejo músico- deseaba que me tragase la tierra.  Yo hacía cuanto me era dable para pasar desapercibido, escondiéndome detrás de los muchachos y repitiendo “in mente” mientras soplaba en mi instrumento: Me fusila…  ¡No hay más que me fusila! Cuando oigo la voz de Rosas que me llama: “¡Maestro!”, sonando en mis oídos como si fuera la trompeta de Jericó.  Había llegado el momento terrible de castigar mi indiscreción, mi imperdonable imprudencia, y no me atrevía a moverme cuando su excelencia gritó, imperativo: “¡Cese la música!”.  La música cesó con sorpresa para todos, y “¡Maestro!” volvió a repetir su excelencia, llamándome impaciente….  Ya no había escapatoria: cuando menos, cuando menos, doscientos azotes en….. Santos Lugares.
- ¿A mí señor? –le pregunté, más muerto que vivo.
- Sí, a usted –me contestó, riendo de una manera para mí incomprensible-, a usted, “el del pitito”.
“No había más remedio que acudir, y así lo hice, cabizbajo, resignado como carnero que llevan al matadero, con cara de espectro y mi instrumento “en la diestra temblorosa”.
- Vea – me dijo aquel hombre imponente, cuando me tuvo a su lado-, usted merece….
- Perdón excelentísimo –balbuceé, sin dejar que concluyera-.  ¡Yo no he visto nada!… ¡Son visiones… -gemí, desolado.
- ¡Está usted loco, señor músico! –exclamó su excelencia, para añadir-  ¡Qué perdón ni que visiones!… Merece usted, según la opinión de todos, por lo bien que ha organizado la banda, un premio.
- ¡Un premio, señor!… ¡Excelentísimo señor…  -dije, creyendo que soñaba.
- Sí, pues, -recalcó Rosas- tome -añadió, mostrándome una reluciente onza con su busto.
- Y yo –repuso don Eusebio de la Santa Federación, solemnemente vestido de mariscal-, te condecoro, porque ya lo mereces, con nuestra sagrada divisa. -poniéndome en el ojal el cintillo rojo, añadiendo-  A ver gallego de Cádiz, repite conmigo: ¡Viva la Santa Federación!  ¡Mueran los salvajes unitarios!
- Con que… una onza! –balbuceé, asombrado peripatéticamente, después de repetir la leyenda, no acertando a tomar la recompensa a mis desvelos, mientras don Eusebio, con sus gesticulaciones ridículamente graves e irónicas, me condecoraba-  ¡Cuánta bondad, excelentísimo señor!….  Y yo que creía…
- No creas nada, desgraciado.  –me dijo el bufón de Palermo-  Ni lo que veas con tus propios ojos, ni lo que palpes con tus propias manos, porque todo te saldrá al revés.
- ¡Siga la música! –ordenó su excelencia cuando yo, tomando y besando fervorosamente la aurífera moneda, volví a mi banda repitiendo “in pecto”: Si, bien dice el refrán que no es tan fiero el león como lo pintan
“Y ya en el puente, aturdido, pasmado, asombrado, no pudiendo contener los impulsos de mi conmoción infinita, me dirigí a mis subordinados y barbotando las palabras, les dije: Muchachos, griten conmigo: ¡Viva el excelentísimo general don Juan Manuel de Rosas!  ¡Viva!, ¡Viva el Héroe del Desierto y Gran Restaurador de las leyes!  ¡Viva!  ¡Federación o Muerte!
“Y los cornetas terminaron el estribillo: ¡Mueran los salvajes unitarios!  En tanto, mientras su excelencia y la compañía tomaban asiento en el vaporcito de ruedas que empezó a “navegar” en el estrecho y corto lago a los acordes de mí banda, descollaban deliciosamente, las notas agudas de mi pitito”.
Nota: Francisco Gambín, músico compositor, director de la banda de cornetas de Palermo, en 1840, empresario de teatros, casi hasta su muerte, ocurrida a muy avanzada edad, daba lecciones de piano y composición.  La fotografía que ilustra el artículo fue tomada cuando contaba con 101 años de edad.

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