domingo, 30 de diciembre de 2012

Si las cariátides y los atlantes hablaran...


Las figuras que sostienen importantes edificios de la Ciudad vienen de los griegos.


Alguna vez Ramón Gómez de la Serna confesó su deseo de que a su muerte lo llorasen todas las cariátides de Buenos Aires. El escritor español parecía empecinado en conmover a esas inmóviles y eternas figuras femeninas que tutelan no pocos edificios del centro porteño. Y que cuentan en su diario íntimo ser descendientes de las seis doncellas que sostienen desde hace 2.400 años el techo del Erecteión, el templo construido en honor a los dioses Atenea, Poseidón y Erecteo en la Acrópolis de Atenas.

El viaje que se pegaron las chicas no fue corto. De la Antigüedad griega y romana fueron recuperadas por los arquitectos del Renacimiento y a Buenos Aires recién llegaron a finales del siglo XIX para incrustarse en nuestros edificios en la época del llamado Eclecticismo. Por aquellos tiempos esto fue un festival de estilos: según la obra podías elegir. Para escuelas o bancos venía bien el Neoclásico; para vestir una iglesia, el más apropiado era el Neogótico; a un edificio industrial del tipo de la reciclada Usina del Arte, el Neorrománico le caía al pelo. Para edificios residenciales para renta, el Art Nouveau o por qué no un Art Déco. Y cada uno de estos estilos se valieron de estas enigmáticas y seductoras figuras, más voluptuosas o más geométricas, para decorar y –literalmente– humanizar la arquitectura de los edificios.

Las hay para todos los gustos y dan lugar a todo tipo de especulaciones. Veamos: Están las más atrevidas, con los pechos al aire, un tanto regordetas al look renacentista, como las que enmarcan la entrada del Colegio Carlos Pellegrini, en Marcelo T. de Alvear al 1800.
Otras, más lejanas y distantes, detentan sabiduría, tal el caso de las figuras femeninas que hacen de columnas en lo alto del Palacio Sarmiento (ex Pizzurno), donde funciona el Ministerio de Educación. En el brazo llevan un libro y en la mano una antorcha y, sobre su cabeza, una corona de laureles. Arquitectura parlante si las hay, todo un símbolo: el edificio fue diseñado para escuela y biblioteca.
Otras que vienen con bibliografía en sus manos son las férreas e ilustradas cariátides del Congreso, que de a pares custodian las entradas secundarias del palacio.

También las hay espigadas, como las que decoran el edificio del ex diario Crítica, en Avenida de Mayo. Exóticas, como las dos adolescentes presumiblemente de origen africano que nos miran desde lo alto del Rectorado de la UBA, en Viamonte 430. O la más feíta, la cariátide del Hotel París, ubicado en la esquina de Avenida de Mayo 1199. Su cara, pobrecita, de tan desproporcionada, asusta.
Pero no solo Buenos Aires tiene las más bellas, las más exóticas y hasta las más feas. También está llena de forzudos y hasta de sinvergüenzas inmortalizados contra las paredes de los edificios.
Es que también la versión masculina de las cariátides cautivó a las obras porteñas. Se los llama atlantes, porque son una evocación de Atlas, el gigante griego condenado por Zeus a sostener la bóveda celeste por atentar contra los dioses.

En el cuadro de honor de forzudos sacrificados están los ocho gigantes de cuatro metros de altura que sostienen el enigmático y tenebroso edificio Otto Wulff, en la esquina de Belgrano y Perú.
También hacen gala de su fortaleza los que sostienen en forma de ménsula la parte superior del ex Cine Gran Splendid, hoy una gran librería, en avenida Santa Fe 1860. O los dos corpulentos atlantes que aguantan en sus hombros los cuerpos salientes del edificio de Rivadavia 1906-1916, diseñado por Mario Palanti.

Al lado del Maipo, en Esmeralda 455, la cosa no parece haber sido tan voluntaria: los dos atlantes sostienen el edificio pero encadenados.
También hay otros que despiertan el ingenio popular. El dato del más sinvergüenza me lo tiró hace tiempo un taxista. Me preguntó cuando circulábamos por la Avenida 9 de Julio: “¿Usted conoce el monumento a la corrupción?”. Ante mi sorpresa, cuando pasamos por el ex Ministerio de Obras Públicas, me mostró en la esquina norte que da a la avenida, en lo que sería a nivel de los primeros pisos, una estatua amurada justo en el vértice. Lo curioso es una de sus manos no está en la posición habitual sino al revés… Y comentó: “Fíjese, ¿no parece que estuviera pidiendo una coima?”.

Berto González Montaner
Editor General ARQ
http://www.clarin.com

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