jueves, 3 de febrero de 2011

El río de la discordia - parte 5

Pero ocurre que el mismo argumento también vale para Uruguay. Fijar el límite en una línea que permita a la Argentina ejercer el dominio de esas vías fluviales representa, desde el mirador uruguayo, ceder a una nación extranjera los canales de acceso a los puertos orientales, empezando por el de Montevideo. Las consecuencias de esta subordinación pueden ser imprevisibles, especialmente si se aprecia con entera objetividad lo que podría significar para un país pequeño someterse a la hegemonía fluvial de un poderoso vecino, hegemonía que es también económica y política.

Desde luego, Uruguay tiene derechos sobre el río. Si no fuera así, no se explicaría su participación en un acuerdo destinado a fijar la anchura y extensión del Plata. Pero el problema básico y nunca resuelto reside en el alcance y en las consecuencias de esos derechos. La tesis de Estanislao Zeballos no admite ya muchas adhesiones y cabe entenderla como una contribución folklórica al debate.
La firma del Protocolo de 1910 fue la mejor lápida para quien censuraba hasta un simple tratado de arbitraje entre las dos repúblicas. Que dicha doctrina haya podido sobrevivir, aunque desde otra altura y con otro signo, en textos de Saavedra Lamas, de Daniel Antokoletz o Isidoro Ruiz Moreno, significa poco o nada ante las demoliciones emprendidas por César Díaz Cisneros en la misma patria de Zeballos. En este sentido, tal vez valga la pena decir que no sólo voces uruguayas sino también argentinas se levantaron contra la posición de hegemonía argentina sobre el río. “Ni siquiera Rosas hubiera pretendido eso”, escribió Bartolomé Mitre en una carta, fiel a la doctrina de doble soberanía fluvial que ya había expuesto en 1869 y 1871. También Carlos Pellegrini fue contrario a las fórmulas zeballistas.

Las citas pueden multiplicarse. Pero lo que ningún antecedente histórico o jurídico ha sido capaz de acordar es un instrumento que permita satisfacer, en la teoría y en la práctica, la equidad de derechos en cuanto al gobierno del río, impidiendo que la tan publicitada confraternidad rioplatense sea –al menos en este problema- algo más que un slogan, que una figura retórica.
La necesidad de alcanzar una adecuada solución, inspirada en obvios principios de soberanía, de fraternidad, de prácticos y comunes intereses, parece a esta altura impostergable. La está dictando o exigiendo la misma naturaleza del pleito, que escapa a la mera disputa entre argentinos y uruguayos para entroncar con intereses internacionales mayores. Ahora el conflicto se ha enriquecido con argumentos que tienen en cuenta no sólo las aguas sino las potenciales riquezas del subsuelo, que robustecen especulaciones geopolíticas al no descartar las utilidades estratégicas del río a nivel continental. Pero son estas mismas delicadas cuestiones las que deben sugerir y no entorpecer una armónica, definitiva solución.

Un sacerdote evocó a raíz de este pleito la historia de un par de alienados que discutían sobre un tablón el derecho de cada uno a legislar el fragmento de agua que corría por debajo del madero. Agotados los argumentos verbales, los dementes prefirieron deslindar razones a golpes y empujones, hasta que cayeron al agua, siendo devorados por el río. El agua ya no era de ninguno de los dos, ellos eran del agua, concluía el padre Raúl Veiga. La historia merece alguna meditación. Mucho más cuando el río que se disputa alimenta vigilias y desvelos de los terceros de siempre. No debe asombrar entonces que hasta en el Uruguay, en consideración de los intrincados intereses que juegan alrededor de esta disputa, se haya señalado el peligro de “salir de guatemala y caer en guatepeor”.

Exagerado o no, el popular dictamen no sólo coincide con un enfoque exclusivamente oriental del problema, sino que coincide también con ciertos episodios que no deben soslayarse, aun a riesgo de derivar este estudio hacia la cotidiana información cablegráfica de los diarios. Al fin y al cabo, el obsequio de un guardacostas completamente artillado sirvió en la otra orilla para que el embajador norteamericano se creyera en la obligación de formular declaraciones que el mismo gobierno uruguayo estimó como una intromisión en sus problemas internos.

El apoyo de Itamaraty no ha impedido, de paso, la evocación de ciertas opiniones de algunos jefes brasileños, que desnudaron en la década del ‘60 la velada intención de intervenir militarmente en Uruguay ante sus renovadas crisis. En la misma Argentina, algunos círculos de opinión hicieron hincapié en el socorro económico brindado durante 1968 a los orientales, argumento que no parece el más razonable para resolver este litigio y cuyos méritos jurídicos constituyen todo un enigma. Quizás sea demasiado obvio insistir a esta altura que los intereses en juego eran más profundos que los canales que recorren el río.

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