sábado, 19 de febrero de 2011

La Aduana seca y el contrabando


Curioso explorador tanto de las tierras del sur como de las del Chaco, Hernandarias comprendió que Asunción y Buenos Aires constituían dos centros de distintas tendencias y de diferentes posibilidades, y solicitó a la Corona la división de la colonia rioplatense. Una Real Cédula de 1617 separó al Paraguay del Río de la Plata y desde entonces sus destinos tomaron por caminos diversos.

Buenos Aires, la pequeña capital de la gobernación del Río de la Plata, adoptaba ya, pese a su insignificancia, los caracteres de un puerto de ultramar. Situada en una región de escasa población autóctona los vecinos se dedicaron a la labranza ayudados por los pocos negros esclavos que comenzaron a introducirse, y algunos procuraron obtener módicas ganancias vendiendo sebo y cueros, que obtenían capturando ocasionalmente ganado cimarrón que vagaba sin dueño por la pampa. Quienes obtenían el "permiso de vaquerías" para perseguirlo y sacrificarlo, vendían luego en la ciudad aquellos productos que podían exportarse, unas veces con autorización del gobierno y otras sin ella. Porque a pesar de su condición de puerto pesaba sobre Buenos Aires una rígida prohibición de comerciar. Desde 1622, una aduana "seca" instalada en Córdoba defendía a los comerciantes peruanos de la competencia de Buenos Aires. Tales restricciones hicieron que el contrabando fuera la más intensa y productiva actividad de la ciudad, y sus alternativas llenaron de incidentes la vida del pequeño vecindario. Unas veces fue la falta de objetos imprescindibles, como el papel de que carecía el Cabildo; otras, fue la llegada subrepticia de ricos cargamentos; otras, el descubrimiento de sorprendentes complicidades entre contrabandistas y magistrados. Siempre condenado, el contrabando hijo de la libertad de los mares, floreció y contribuyó a formar una rica burguesía porteña.


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