martes, 6 de julio de 2010

Una estancia que recuerda la tragedia de Felicitas Guerrero

El lugar fue paso obligado de las tropas de carretas que cruzaban el río Salado; fue hogar de la viuda de Martín de Alzaga, asesinada por despecho.

Desde una loma, la estancia mira hacia el puente. Este luce tan sólido como lo fue en sus primeros años; sin embargo, las obras del Plan Maestro del Río Salado lo convertirán en historia, cuando, una vez desarticulado se destine como reliquia patrimonial. A pesar de sus ciento y pico de años, este puente no cruje ni se dobla, como si no quisiera traicionar con su caída a esa memoria en la que se mezclan aristócratas, aventureros y gauchos de toda laya. La estancia La Postrera, situada a doscientos metros de allí, será testigo de la caída de éste monumento histórico.

El mismo río, que a lo largo de cien años sirviera de frontera con el territorio aborigen, es hoy el hilo conductor de un torrente inagotable de aguas dulces que inundan buena parte de las tierras más fértiles del país. Nace en la laguna El Chañar, al sur de Santa Fe, y atraviesa Junín, Chivilcoy, Veinticinco de Mayo, Navarro, Saladillo, Lobos, Monte, General Belgrano, Ranchos, Pila, Chascomús y Castelli.

Desde los primeros meses de este año, el silencio del parque, que sólo se interrumpía por el cantar de pájaros y el murmullo del agua, se vio quebrado por la llegada de un batallón de maquinarias que se instalaron en la margen contraria a la de la estancia y rompieron esa postal antológica en nombre de un plan de obras cuyas prioridades son, hasta hoy, discutibles. Entre estos cambios, el puente de La Postrera está a punto de ser desmantelado para que en su lugar se construya uno de 260 metros de longitud, casi 100 más de los que cuenta hoy día.

Origen del puente

Hacia finales del siglo XVIII, varios pasos permitían atravesar el río Salado a las tropas de carretas. Entre éstos, el de La Postrera fue quizá el que más relevancia alcanzaría debido a su anecdotario. Cuando el lecho crecía bruscamente, los carruajes se veían obligados a permanecer hasta dos o tres meses a la espera de una bajante. Mientras tanto, los tripulantes de estas caravanas se entretenían en las dos pulperías que había al margen del río: La Azotea Grande, y la Esquina del Cañón, punto de encuentro entre quienes iban y venían, hasta que se hizo necesaria la construcción de un puente.

Por pedido expreso de las autoridades, el célebre ingeniero Luis Augusto Huergo tuvo a su cargo la compra del puente en Inglaterra. Fueron 160 metros de maderas, hierros y piedras que soportaron el paso incesante de los vehículos, hasta que en los años 40 la ruta y el ferrocarril dejarían a La Postrera a un costado para darle protagonismo a su hermana menor, La Raquel.

Un francés combativo

Los sucesivos regímenes de enfiteusis implantados desde principios del siglo les habían otorgado a las familias más poderosas las tierras que se extendían al sur del Salado y que cada vez se veían menos amenazadas por los malones. Así, los Capdevila, que obtuvieron la propiedad del lugar, hicieron las primeras construcciones, frente a una pintoresca isla que divide en dos brazos el lecho del río.

Por entonces, había un saladero y otras precarias viviendas las que con el paso del tiempo dieron lugar al suntuoso casco de 1838 que, con agregados y modificaciones, es la actual casa principal. En 1820 los campos pasaron a manos del yerno de Capdevilla, Ambrosio Cramer, un francés que había sido militar en las fuerzas napoleónicas. Tras la caída del imperio, se embarcó hacia América, donde se encontró con un continente en ebullición. Fiel a su espíritu guerrero, no pudo permanecer ajeno a esas circunstancias, que lo condujeron a alinearse en el ejército libertador de San Martín.

Al trabajar como agrimensor, Cramer llegó a la zona del Salado y allí conoció a María Capdevilla, su futura esposa. Pero el francés tuvo el desatino de integrar las fuerzas de Los Libres del Sur, grupo de unitarios que en octubre del 39 se alzaron contra Juan Manuel de Rosas. El plan contaba con que el general Juan Lavalle atacara a los Federales por el Norte, pero éste se demoró y los conjurados fueron derrotados. Cramer murió junto a varios de los líderes de la revuelta.

Amor trágico

En 1870, Felicitas Guerrero era una joven viuda y millonaria, a punto de unir su vida a la de Samuel Sáenz Valiente. A los veinticinco años ya había pasado varios momentos amargos: el duro trance de habituarse a la soledad del campo, la muerte de sus dos pequeños hijos y el desengaño de saber que su primer esposo, Martín de Alzaga, había abandonado una familia anterior, en Brasil.

Luego del fallecimiento de Alzaga, Felicitas repartía sus horas entre esos campos y su casa del barrio de Barracas. Se había iniciado en el novel y próspero negocio de la ganadería y disfrutaba de la vida de campo. En esas condiciones, no le faltaban pretendientes a la joven viuda.

Por un lado, la asediaba Enrique Ocampo, un aristócrata que le era indiferente y, por el otro, Samuel Sáenz Valiente, un estanciero que había conocido de manera fortuita en un viaje a General Madariaga y que parecía ser su verdadero amor.

Pero la tragedia habría de truncar su vida a los veintiséis años, cuando Enrique Ocampo, desesperado por ese amor contrariado, la mató una tarde de enero de 1872 en la mansión de Barracas, antes de suicidarse. El luctuoso episodio produjo gran consternación en los salones porteños y a la vez le permitió a los Guerrero heredar las propiedades de su infortunada joven. Con la posesión de las tierras, los otrora marineros convirtieron la zona en un centro de producción muy importante.

Luego de trasponer el guardaganado de acceso, un sendero conduce a través de las ondulaciones de un parque adornado por algunas añosas palmeras, situadas frente al casco. Dos extensas galerías con frente al río y el aljibe que aún se destaca en el patio sirvieron de escenario natural en el film "El Santo de la Espada", hace ya varias décadas.

Silvina Cardozo es la actual propietaria de la estancia. A pesar de que vive en Buenos Aires y viaja frecuentemente a otros destinos, no pierde la oportunidad de escaparse a La Postrera cada fin de semana. "He tenido que venir por medio de huellones intransitables", dice, en referencia a las dificultades que hay que sortear para acceder al lugar en los inviernos lluviosos. El camino, transitado por los tractores que transportan las producciones de la zona, es casi infranqueable. "Me gusta recibir a invitados y aprovecho para pintar. Hace poco, raspando una pared, encontré una figura cerca de un rincón; se nota que no soy la primera dibujante que habita esta casa", cuenta Silvina, entusiasmada.

Por Horacio Ortiz
Para LA NACION

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