Por Amanda Paltrinieri
La imagen del marqués Rafael de Sobremonte quedó congelada en la del gobernante que huyó de Buenos Aires cuando los ingleses se aproximaban a la ciudad. Su nombre se convirtió en sinónimo de cobardía. Hablar pestes de él es una especie de deporte que todavía se practica, e incluso se ha perfeccionado: la incontinencia verbal del cómico Enrique Pinti, por ejemplo, añadió a la supuesta cobardía el calificativo de corrupto.
Pero no todo es blanco o negro. Más allá de lo discutible de su actuación durante las invasiones, los detractores de Sobremonte suelen olvidar su desempeño anterior, al que muchos historiadores calificaron de brillante.
La saña contra él es muy llamativa, sobre todo si se toman en cuenta casos similares. El de Portugal es un buen ejemplo: a nadie se le ocurrió tildar de cobarde al príncipe regente cuando su país fue invadido por las tropas napoleónicas y Juan de Braganza puso proa hacia Brasil y estableció la corte portuguesa en suelo americano.
Gobernador-intendente
Sobremonte, nacido en 1745, estuvo destinado a la carrera militar: ingresó en el Regimiento de Reales Guardias Españolas a los trece años y desarrolló en América gran parte de su carrera.
En lo administrativo también tuvo buena escuela, especialmente desde que lo designaron secretario del virrey Juan José Vértiz, considerado el más "progresista" de los que gobernaron el Río de la Plata. Vértiz lo tenía en tan buena estima que cuando se creó la Intendencia de Córdoba del Tucumán (las actuales Córdoba, San Juan, San Luis, Mendoza y La Rioja) lo nombró gobernador-intendente, pero demoró más de un año en dejarlo asumir el cargo.
Sobremonte llegó a Córdoba a fines de 1784 y permaneció allí hasta 1797. En esos años, cambió totalmente la ciudad. La casona en la que vivió es hoy sede del Museo Histórico Provincial.
En lo administrativo también tuvo buena escuela, especialmente desde que lo designaron secretario del virrey Juan José Vértiz, considerado el más "progresista" de los que gobernaron el Río de la Plata. Vértiz lo tenía en tan buena estima que cuando se creó la Intendencia de Córdoba del Tucumán (las actuales Córdoba, San Juan, San Luis, Mendoza y La Rioja) lo nombró gobernador-intendente, pero demoró más de un año en dejarlo asumir el cargo.
Sobremonte llegó a Córdoba a fines de 1784 y permaneció allí hasta 1797. En esos años, cambió totalmente la ciudad. La casona en la que vivió es hoy sede del Museo Histórico Provincial.
El historiador Efraín Bischoff describe al marqués como un hombre muy observador, de escuchar y sopesar opiniones, diplomático, pero también muy activo. Apenas asumió, mandó limpiar y arreglar las calles de la ciudad, hizo construir la primera acequia que llevó a Córdoba agua corriente del río Primero, mandó construir el paseo que hoy lleva su nombre y organizó las defensas contra las crecientes del río. "Abrió la Escuela Gratuita y del Gobierno -escribió Bischoff-, modificó el régimen de algunas escuelas conventuales, mandó abrir otras en la campaña, creó en la Universidad de San Carlos, en 1790, la cátedra de Derecho Civil y ante el Virrey dejó constancia de que era necesario instituir otras cátedras. Dividió la ciudad en seis cuarteles para mejor atención del vecindario; encargó el primer alumbrado público; fundó un hospital de mujeres..."
Renovó y aumentó la composición del Cabildo y prestó especial atención a la Justicia, muy descuidada por la distancia con Buenos Aires.
Su trabajo no se limitó a la ciudad: recorrió el territorio a su cargo y comprobó las malas condiciones en que vivían la gente del campo y de los poblados, agobiados por impuestos y malones. En algún momento ordenó que no se sacara trigo del territorio para paliar la situación de los habitantes. Obligó a los dueños de minas a mejorar las condiciones de trabajo de sus obreros e impulsó la minería en Uspallata (Mendoza); la explotación de plata y oro en Carolina (San Luis) y Famatina (La Rioja), de oro en Jáchal (San Juan) y de cobre y plata en Punilla.
Renovó y aumentó la composición del Cabildo y prestó especial atención a la Justicia, muy descuidada por la distancia con Buenos Aires.
Su trabajo no se limitó a la ciudad: recorrió el territorio a su cargo y comprobó las malas condiciones en que vivían la gente del campo y de los poblados, agobiados por impuestos y malones. En algún momento ordenó que no se sacara trigo del territorio para paliar la situación de los habitantes. Obligó a los dueños de minas a mejorar las condiciones de trabajo de sus obreros e impulsó la minería en Uspallata (Mendoza); la explotación de plata y oro en Carolina (San Luis) y Famatina (La Rioja), de oro en Jáchal (San Juan) y de cobre y plata en Punilla.
En cuanto a los indios, a los que pagaban tributo trató de cobrarles lo más cómodamente posible. Para combatir los malones eligió la vía de crear y fomentar fortines y poblados: La Carlota, San Fernando, Santa Catalina, San Bernardo, San Rafael (en Mendoza), Villa del Rosario...
Mala prensa
Pero a pesar de tanta obra, Córdoba estaba dividida en dos facciones: los sobremontistas y los funistas. Porque desde el vamos (y éste es otro buen ejemplo de que nunca nada es del todo blanco o negro) el deán Gregorio Funes - prohombre de la Independencia- tuvo a Sobremonte entre ceja y ceja, y cayó en más de una bajeza con tal de denostar al marqués.
El odio quizá se originó en cuestiones religiosas (desde la expulsión de los jesuitas, sus discípulos -encabezados por el deán y su hermano Ambrosio- deseaban que el clero secular gobernara la Universidad, mientras que Sobremonte protegió a los franciscanos), pero prontó se convirtió en político.
La sangre nunca llegó al río: los enemigos eran muy hábiles y el enfrentamiento entre ambos era en todo caso una especie de ajedrez. Además, el desempeño de Sobremonte como gobernador le ganó cantidad de incondicionales, y el propio Funes debió muchas veces mandar sus puñaladas verbales disfrazadas de elogios. Pero una cosa era cómo confrontaban los cordobeses los dichos del deán con la obra del gobernador, y otra cómo llegaban esas palabras a Buenos Aires... Cuando pisó suelo porteño, en 1797, como Subinspector General de las tropas veteranas y de las milicias de las provincias del Río de la Plata para ser nombrado virrey tiempo después, la mala prensa lo había precedido.
El cuento del pastor mentiroso
1805 fue un año movido. Desde los primeros meses, cuando llegaron noticias de guerra entre España e Inglaterra, el marqués esperaba un ataque al puerto. En realidad, los rumores de invasión ya venían desde los tiempos de Vértiz, pero esta vez parecían serios.
El virrey Sobremonte celebró una junta de guerra con los principales jefes militares y organizó las defensas para Buenos Aires y Montevideo, aunque lo cierto es que éstas eran lamentables pues se carecía de oficiales y suboficiales con experiencia, lo mismo que de armamento (hacía rato que los pedía a España, pero no le llevaban el apunte).
El coronel Juan Beverina (estudioso de las invasiones y lapidario para con el marqués) reconoció en su libro Las invasiones inglesas al Río de la Plata: "El Reglamento de 1801 (obra de Sobremonte) representó el primer plan orgánico de milicias que contempló el establecimiento de las mismas en todo el territorio del Virreinato. Los efectivos de la época de Cevallos y de Vértiz quedaron ahora más que duplicados, al mismo tiempo que se tendió a extender el concepto de la obligación general del servicio militar".
Aunque finalmente no pasó nada, el virrey comenzó a convercerse de que la región no resistiría un ataque frontal, según se desprende de una carta que le envió a un ministro español.
En noviembre se repitió el juego cuando comenzó a rumorearse que barcos ingleses merodeaban las costas brasileñas. Ante la posibilidad de que atacaran Montevideo, Sobremonte fue allí en persona después de haber organizado las defensas bonaerenses. Como la vez anterior, también previó que los caudales y los archivos del Virreinato fueran enviados al interior en caso de ataque.
Lo de las invasiones parecía el cuento del pastor mentiroso. Hubo tantas falsas alarmas, que cuando realmente ocurrieron los defensores no reaccionaron a tiempo: a principios de junio se recibieron informes de avistaje, pero -salvo enviar un cuerpo de milicias al mando de Santiago de Liniers rumbo a la Ensenada de Barragán- no se tomaron medidas serias hasta el 17.
Aun así, parecía otra falsa alarma y se relajaron las medidas, pero la noche del 24 de junio todo se precipitó: las naves enfilaban hacia Buenos Aires. Al día siguiente era tal el desorden que sólo algunos vecinos recibieron armas. Pasada la primera invasión, muchos oficiales informaron sobre esa entrega irregular de armas, pero, como escribió el historiador Antonio Castello: "¿Sobremonte fue el único responsable de este desorden? ¿Qué hicieron esos oficiales que declararon contra él para remediar la situación? ¿Quiénes repartieron las armas y municiones en forma tan deficiente?" No se sabe.
1805 fue un año movido. Desde los primeros meses, cuando llegaron noticias de guerra entre España e Inglaterra, el marqués esperaba un ataque al puerto. En realidad, los rumores de invasión ya venían desde los tiempos de Vértiz, pero esta vez parecían serios.
El virrey Sobremonte celebró una junta de guerra con los principales jefes militares y organizó las defensas para Buenos Aires y Montevideo, aunque lo cierto es que éstas eran lamentables pues se carecía de oficiales y suboficiales con experiencia, lo mismo que de armamento (hacía rato que los pedía a España, pero no le llevaban el apunte).
El coronel Juan Beverina (estudioso de las invasiones y lapidario para con el marqués) reconoció en su libro Las invasiones inglesas al Río de la Plata: "El Reglamento de 1801 (obra de Sobremonte) representó el primer plan orgánico de milicias que contempló el establecimiento de las mismas en todo el territorio del Virreinato. Los efectivos de la época de Cevallos y de Vértiz quedaron ahora más que duplicados, al mismo tiempo que se tendió a extender el concepto de la obligación general del servicio militar".
Aunque finalmente no pasó nada, el virrey comenzó a convercerse de que la región no resistiría un ataque frontal, según se desprende de una carta que le envió a un ministro español.
En noviembre se repitió el juego cuando comenzó a rumorearse que barcos ingleses merodeaban las costas brasileñas. Ante la posibilidad de que atacaran Montevideo, Sobremonte fue allí en persona después de haber organizado las defensas bonaerenses. Como la vez anterior, también previó que los caudales y los archivos del Virreinato fueran enviados al interior en caso de ataque.
Lo de las invasiones parecía el cuento del pastor mentiroso. Hubo tantas falsas alarmas, que cuando realmente ocurrieron los defensores no reaccionaron a tiempo: a principios de junio se recibieron informes de avistaje, pero -salvo enviar un cuerpo de milicias al mando de Santiago de Liniers rumbo a la Ensenada de Barragán- no se tomaron medidas serias hasta el 17.
Aun así, parecía otra falsa alarma y se relajaron las medidas, pero la noche del 24 de junio todo se precipitó: las naves enfilaban hacia Buenos Aires. Al día siguiente era tal el desorden que sólo algunos vecinos recibieron armas. Pasada la primera invasión, muchos oficiales informaron sobre esa entrega irregular de armas, pero, como escribió el historiador Antonio Castello: "¿Sobremonte fue el único responsable de este desorden? ¿Qué hicieron esos oficiales que declararon contra él para remediar la situación? ¿Quiénes repartieron las armas y municiones en forma tan deficiente?" No se sabe.
La huida
Sobremonte envió a Quilmes -donde desembarcarían los invasores- unos novecientos hombres al mando del coronel Pedro de Arze. Él mismo reconoció que estaban pésimamente armados. Para colmo, el alcalde de Quilmes convenció a Arze de que no haría falta luchar: las tierras eran tan pantanosas que nadie podría salir de allí. Cuando se dieron cuenta del error, era demasiado tarde: cuando pudieron haber combatido -el 26 de junio- no lo hicieron y cuando quisieron hacerlo no pudieron cargar las pistolas porque las balas que tenían eran de otro calibre que sus armas.
Ante esa situación, Sobremonte delegó el mando en el coronel José Pérez Brito y en el brigadier José Ignacio de la Quintana, y dio instrucciones de continuar la defensa hasta que no quedara más que una capitulación honrosa. Como virrey, él no podía caer en manos del invasor, pues seguramente sería usado para asegurar el éxito de la operación bélica.
Los porteños estaban que trinaban de indignación y humillación, especialmente porque los actos más heroicos no nacieron de las milicias regulares sino de los "urbanos". "Yo he visto en la plaza llorar muchos hombres por la infamia con que se les entregaba -escribió Mariano Moreno-; y yo mismo he llorado cuando vi entrar 1.560 ingleses, que apoderados de mi Patria se alojaron en el Fuerte y demás cuarteles de la ciudad."
La idea de Sobremonte era poner a buen recaudo archivos y tesoro en Córdoba y volver con nuevas fuerzas sobre Buenos Aires, según el antiguo plan de guerra trazado en tiempos de Vértiz. Pero él mismo sufrió el abandono de sus escoltas. Los únicos que lo siguieron lealmente fueron los milicianos cordobeses. Y ni siquiera pudo llegar a Córdoba con los caudales: De la Quintana y el Cabildo de Buenos Aires le pidieron que los entregara porque los invasores amenazaban con tomar represalias contra la ciudad si no obtenían el botín.
¿Fue cobardía la de Sobremonte? Los comandantes ingleses, Beresford y Popham, le habían ofrecido el 29 de junio que se quedara Buenos Aires y llevarlo a Europa cuando él quisiera. Sin embargo se negó. El propio Beresford supo analizar la situación con mucha perspicacia: "El virrey -escribió en esos días- ha proclamado que piensa reunir todas las fuerzas de aquellos puntos de Córdoba, en cuyo lugar, así como en otras ciudades, existen unas pocas tropas de línea, y si un jefe activo y emprendedor se pusiese en acción, nosotros nos encontraríamos sin duda en una situación desagradable. Como quiera que el virrey no posee esas condiciones y siendo impopular, espero que contrarrestará las diligencias de algún oficial que pueda tener decisión y habilidad; y es con esa expectativa que no hice esfuerzo para detener a su Excelencia."
En Córdoba lo recibieron calurosamente y de inmediato comenzó los preparativos, de modo que en veinte días rumbeó para Buenos Aires con mil quinientos hombres y las pocas armas que pudo conseguir. A Beresford le salieron mal las cosas, pero su especulación había sido correcta: ni Liniers, en Buenos Aires, ni Pascual Ruiz Huidobro, gobernador de Montevideo, tenían intenciones de obedecer al virrey y ni siquiera contestaban los oficios que éste les mandaba.
Ante esa situación, Sobremonte delegó el mando en el coronel José Pérez Brito y en el brigadier José Ignacio de la Quintana, y dio instrucciones de continuar la defensa hasta que no quedara más que una capitulación honrosa. Como virrey, él no podía caer en manos del invasor, pues seguramente sería usado para asegurar el éxito de la operación bélica.
Los porteños estaban que trinaban de indignación y humillación, especialmente porque los actos más heroicos no nacieron de las milicias regulares sino de los "urbanos". "Yo he visto en la plaza llorar muchos hombres por la infamia con que se les entregaba -escribió Mariano Moreno-; y yo mismo he llorado cuando vi entrar 1.560 ingleses, que apoderados de mi Patria se alojaron en el Fuerte y demás cuarteles de la ciudad."
La idea de Sobremonte era poner a buen recaudo archivos y tesoro en Córdoba y volver con nuevas fuerzas sobre Buenos Aires, según el antiguo plan de guerra trazado en tiempos de Vértiz. Pero él mismo sufrió el abandono de sus escoltas. Los únicos que lo siguieron lealmente fueron los milicianos cordobeses. Y ni siquiera pudo llegar a Córdoba con los caudales: De la Quintana y el Cabildo de Buenos Aires le pidieron que los entregara porque los invasores amenazaban con tomar represalias contra la ciudad si no obtenían el botín.
¿Fue cobardía la de Sobremonte? Los comandantes ingleses, Beresford y Popham, le habían ofrecido el 29 de junio que se quedara Buenos Aires y llevarlo a Europa cuando él quisiera. Sin embargo se negó. El propio Beresford supo analizar la situación con mucha perspicacia: "El virrey -escribió en esos días- ha proclamado que piensa reunir todas las fuerzas de aquellos puntos de Córdoba, en cuyo lugar, así como en otras ciudades, existen unas pocas tropas de línea, y si un jefe activo y emprendedor se pusiese en acción, nosotros nos encontraríamos sin duda en una situación desagradable. Como quiera que el virrey no posee esas condiciones y siendo impopular, espero que contrarrestará las diligencias de algún oficial que pueda tener decisión y habilidad; y es con esa expectativa que no hice esfuerzo para detener a su Excelencia."
En Córdoba lo recibieron calurosamente y de inmediato comenzó los preparativos, de modo que en veinte días rumbeó para Buenos Aires con mil quinientos hombres y las pocas armas que pudo conseguir. A Beresford le salieron mal las cosas, pero su especulación había sido correcta: ni Liniers, en Buenos Aires, ni Pascual Ruiz Huidobro, gobernador de Montevideo, tenían intenciones de obedecer al virrey y ni siquiera contestaban los oficios que éste les mandaba.
Querido enemigo
Liniers se arriesgó y pudo reconquistar la ciudad, el 12 de agosto, sin esperar los refuerzos del virrey. El Cabildo abierto que se realizó dos días después fue la primera manifestación de lo que ocurriría en 1810: la gente exigió que Sobremonte (quien se dirigía a Montevideo) delegara en Liniers el mando militar.
Si el desprestigio del marqués era grande, cuando ocurrió la segunda invasión se hizo total. Desde Montevideo tomó medidas eficaces para cortar los suministros -guerrillas mediante- a los ingleses que habían desembarcado en la localidad de Maldonado, pero los desaires públicos que le hizo Ruiz Huidobro le quitaron los restos de autoridad que tenía. Hizo un amago de combate, pero pronto ordenó la retirada y Montevideo cayó.
Mientras tanto, Buenos Aires organizaba las defensas bajo las órdenes de Liniers, quien exigió no estar subordinado al virrey. Sobremonte accedió, pero no fue suficiente: la ira ciudadana por la caída de Montevideo era tan grande, que el alcalde Martín de Álzaga propuso directamente deponerlo y apresarlo.
Cualquiera diría que era una ocasión de aquéllas para enjuiciarlo. Sin embargo no fue así. El propio Liniers -quien tanto había actuado en su contra- fue su defensor más ardiente: escribió al ministro de guerra español que en 1806 había sido imposible defender la ciudad e incluso reconoció no haber contestado los oficios que el virrey le mandó. Incluso llegó a pedir ascensos militares para Sobremonte y uno de sus hijos.
Sobremonte vivió en Buenos Aires hasta 1809 y ya estaba en España cuando se desencadenó la Revolución de Mayo. Finalmente tuvo su juicio en 1813, y salió rehabilitado: no sólo lo declararon inocente sino que lo nombraron mariscal de campo y consejero de Indias.
El marqués, que en un par de años vio caer a pedazos una carrera brillante, se retiró de la vida pública. En Madrid murió su primera esposa (con quien había tenido doce hijos) y volvió a casarse a los setenta y cinco años -para escándalo de su familia- con una mujer treinta años menor que él. Murió en 1827, a los ochenta y un años.
Liniers se arriesgó y pudo reconquistar la ciudad, el 12 de agosto, sin esperar los refuerzos del virrey. El Cabildo abierto que se realizó dos días después fue la primera manifestación de lo que ocurriría en 1810: la gente exigió que Sobremonte (quien se dirigía a Montevideo) delegara en Liniers el mando militar.
Si el desprestigio del marqués era grande, cuando ocurrió la segunda invasión se hizo total. Desde Montevideo tomó medidas eficaces para cortar los suministros -guerrillas mediante- a los ingleses que habían desembarcado en la localidad de Maldonado, pero los desaires públicos que le hizo Ruiz Huidobro le quitaron los restos de autoridad que tenía. Hizo un amago de combate, pero pronto ordenó la retirada y Montevideo cayó.
Mientras tanto, Buenos Aires organizaba las defensas bajo las órdenes de Liniers, quien exigió no estar subordinado al virrey. Sobremonte accedió, pero no fue suficiente: la ira ciudadana por la caída de Montevideo era tan grande, que el alcalde Martín de Álzaga propuso directamente deponerlo y apresarlo.
Cualquiera diría que era una ocasión de aquéllas para enjuiciarlo. Sin embargo no fue así. El propio Liniers -quien tanto había actuado en su contra- fue su defensor más ardiente: escribió al ministro de guerra español que en 1806 había sido imposible defender la ciudad e incluso reconoció no haber contestado los oficios que el virrey le mandó. Incluso llegó a pedir ascensos militares para Sobremonte y uno de sus hijos.
Sobremonte vivió en Buenos Aires hasta 1809 y ya estaba en España cuando se desencadenó la Revolución de Mayo. Finalmente tuvo su juicio en 1813, y salió rehabilitado: no sólo lo declararon inocente sino que lo nombraron mariscal de campo y consejero de Indias.
El marqués, que en un par de años vio caer a pedazos una carrera brillante, se retiró de la vida pública. En Madrid murió su primera esposa (con quien había tenido doce hijos) y volvió a casarse a los setenta y cinco años -para escándalo de su familia- con una mujer treinta años menor que él. Murió en 1827, a los ochenta y un años.
A pesar de su intachable desempeño como funcionario, el Río de la Plata le colgó un estribillo que se cantó en las rondas infantiles durante más de un siglo:
Al primer cañonazo
Al primer cañonazo
de los leales,
escapó Sobremonte
con sus caudales.
Y ese estribillo equivocado contó la Historia.
Y ese estribillo equivocado contó la Historia.
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