La figura de Yrigoyen sigue siendo un enigma. Existe una
versión radical, un tanto mítica, que ha dado lugar a buenos libros. Hacia 1970
David Rock popularizó otra, que combinaba la sociología funcionalista con el
marxismo y colocaba a Yrigoyen en el centro de distintas fuerzas sociales: las
"clases medias", la "oligarquía", los "consumidores
urbanos" y los "trabajadores". Tal esquema es útil para explicar
algunas cosas, como la política azucarera de Yrigoyen, pero amputa complemente
la cuestión política, difícilmente subsumible en las "clases
sociales".
En la última década se ha subrayado un elemento específicamente discursivo del
radicalismo: su definición como movimiento, antes que partido, su identificación
con la nación o el pueblo y su tendencia a catalogar a los adversarios como
enemigos. Esto permite colocar a Yrigoyen en la saga que une a Perón con la
tradición facciosa del siglo XIX, caracterizada por la denegación recíproca de
legitimidades. Aquí arranca el planteo de Marcelo Padoán, que agrega un
elemento complementario: el papel singular del discurso político en la
democracia de masas, un enfoque habitual en los estudios sobre peronismo, que
Padoán aplica ahora al radicalismo.
Al tema de la nación, Padoán agrega elementos provenientes de lo religioso.
Yrigoyen es un apóstol, de legitimidad carismática: un santón, un nuevo Jesús,
que látigo en mano expulsa a los mercaderes del templo. Filia esta idea en los
escasos dichos de Yrigoyen, y en los de sus seguidores, como Horacio Oyhanarte,
y agrega algunas referencias sobre la recepción entre sus simpatizantes. Esta
imagen es retomada por sus principales adversarios, los antipersonalistas, que
al negarla la confirman: para el senador jujeño Benjamín Villafañe, Yrigoyen es
un falso apóstol. Los conservadores y los socialistas prefieren en cambio
caracterizarlo como demagogo, es decir como quien se ha desviado de la
democracia verdadera, o como un caudillo, es decir, un residuo no tocado por la
reforma electoral.
El breve estudio preliminar de Padoán, que introduce un conjunto de documentos
interesantes pero conocidos, tiene las características de un trabajo académico
inicial, casi un ejercicio, acotado y esquemático, y en sustancia bien
orientado y con algunos aciertos destacables. Sobre todo, incita a seguir la
investigación, alrededor de diversas líneas. Una de ellas es la construcción
discursiva de la figura de Yrigoyen, que merece ser ampliada: cuesta imaginar
al pintoresco senador Villafañe, una especie de nacionalista místico, como
vocero de un antipersonalismo cuyas figuras conspicuas eran Leopoldo Melo y
Vicente Gallo. ¿Por qué no estudiar los periódicos, como "La Fronda",
decisivos a la hora de construir imágenes? Con respecto a la recepción de tales
imágenes -una cuestión decisiva para entender el proceso de construcción de la
ciudadanía-, todo está por hacerse: Yrigoyen debe de haber significado cosas
diferentes en la ciudad de Buenos Aires o en Salta, pero no lo sabemos.
Finalmente, hay que conocer el partido: la máquina electoral radical, eficaz
pero llena de conflictos y tensiones que remiten, como punto de unidad, a un
dirigente a veces percibido como líder carismático y otras como un insufrible
tirano.
El señalamiento de Padoán acerca del componente religioso merece también una
ampliación. En todo el mundo occidental, la arraigada tradición religiosa
ofrece en abundancia materiales a quienes sepan traducirla en un contexto
laico. Pero es necesario agregar a ese input religioso toda la matriz cultural
nacionalista que informa al yrigoyenismo.
Finalmente, está la cuestión del abrupto final de la experiencia yrigoyenista
en 1930, donde Padoán abre una brecha interesante en un bloque de respuestas
sólidamente instaladas en el sentido común: Yrigoyen habría caído como
consecuencia de la crisis de 1930, derribado por un golpe militar pro fascista.
Ocurre que para sus contemporáneos opositores, Yrigoyen era ajeno y enemigo de
las instituciones liberales y democráticas, y estas serían restablecidas mediante
una intervención conjunta de civiles y militares, tal como había ocurrido en
1890, 1893 y, sobre todo, 1905. Esta mirada -atenta a lo que pensaban los
actores- no reemplaza la otra, sino que la complementa y amplía, y nos ayuda a
examinar de manera más comprensiva los problemas de la democracia en nuestro
siglo XX. (c) LA GACETA
Por Luis Alberto Romero