Comencemos por tener en cuenta que Hipólito Yrigoyen llegaba
a su segunda presidencia, viejo, enfermo y mal atendido por sus médicos,
íntimos amigos y correligionarios, cuya subordinación llegaba al extremo de
estar más atentos a la aversión del paciente por los medicamentos que a la
verdadera naturaleza de sus males. Hubo una excepción: el doctor José W.
Tobías, reputado facultativo, profesor de Clínica Médica, quien trazó un cuadro
verdaderamente alarmante del estado de salud del presidente de la República. La
arteriosclerosis estaba haciendo estragos en su organismo y sufría serios
problemas en el árbol urinario, además de severos trastornos cardiopulmonares.
Pero Yrigoyen no era hombre de someterse a tratamientos medicamentosos,
confiando, como durante toda su vida, en los remedios caseros y en las virtudes
curativas de toda clase de hierbas que le acercaban y sugerían amigos
complacientes.
A su edad y con tan precaria salud no fue extraño que se refugiara, cada vez
más, en el seno de un grupo de correligionarios, quienes con funciones no muy
claras en la Casa de Gobierno terminaron por aislarlo de la realidad bullente
del país y de los arduos problemas políticos, económicos y sociales que se
fueron presentando cada vez con mayor intensidad a favor de la inanidad
gubernamental.
Por lo demás, una mayoría complaciente en la Cámara de Diputados (genuflexos
era el calificativo humillante de la oposición) no se atrevía, a pesar de
algunos intentos aislados, a perturbar la paz palaciega del anciano caudillo,
quien terminó siendo prisionero del entorno. (...)
El hombre que corría
De pronto, el ambiente público se agitó con la noticia de un
atentado del que había salido milagrosamente ileso el presidente de la
República. Pero a pesar de la trascendencia periodística que alcanzó el
episodio, y cuando aún hoy integra la agitada historia política de aquellos
años, la casualidad me convirtió en testigo del suceso y pude comprobar
entonces que no hubo tal atentado.
Era el mediodía de una jornada calurosa de fines de año (24 de diciembre de
1929) y el secretario de redacción del diario, junto con otros compañeros,
también momentáneamente apartados de sus tareas habituales, me había destinado
a localizar a los favorecidos por el premio mayor de la lotería de Navidad que
se había sorteado esa mañana. Uno de los billetes premiados se había vendido en
una agencia de lotería de la calle Brasil, frente a la residencia presidencial,
y hasta allí llegó mi indagación periodística. En cierto momento la custodia
del presidente de la Nación despejó el lugar de curiosos y yo fui a dar a la
cuadra siguiente, interrumpida por una cortada de 100 metros entre
Bernardo de Irigoyen y Tacuarí, en momentos en que avanzaba por la calle
Brasil, en dirección al Este, rumbo a la Casa Rosada, el automóvil que conducía
a Hipólito Yrigoyen. De pronto vi salir a un hombre, modestamente vestido,
desde la cortada donde se hallaba oculto corriendo hacia el auto presidencial
con un sobre en la mano. La custodia del Presidente abrió fuego contra el
desconocido antes de que pudiera acercarse al automóvil, con el presumible
propósito de arrojar la carta al paso del vehículo.
El hombre, alcanzado por
numerosos disparos, quedó tendido en el suelo, muerto instantáneamente. El
coche presidencial se detuvo en medio de la confusión provocada por los
estampidos, pero de inmediato volvió sobre el breve camino recorrido regresando
con el Presidente a su domicilio, mientras gran cantidad de público se
congregaba en el lugar. Pasado el estupor del primer momento, yo abandoné la
tarea de localizar a los agraciados de la lotería de Navidad y corrí hasta el
local de la Comisaría 16 en la calle Lima y Brasil, a doscientos metros de
distancia, a donde había sido llevado el cadáver del desconocido, que resultó
ser Guillermo Marinelli, un inmigrante italiano desocupado de 41 años de edad.
Había gran agitación en la comisaría cuando inesperadamente apareció Hipólito
Yrigoyen, quien sin cambiar una palabra con nadie y rodeado por los
funcionarios policiales se detuvo a observar el cadáver que yacía en una
camilla en el patio del local. Tras breves instantes, despaciosamente y en
silencio como había llegado, se retiró Yrigoyen, para ascender al coche que lo
llevaría a la Casa de Gobierno, dejando tras de sí la conmoción que había
causado el suceso.
La versión oficial de lo ocurrido no se hizo esperar: se había frustrado un
atentado contra el presidente de la República. Habían querido matar a Yrigoyen.
Por entonces no se conocían los informativos radiotelefónicos, pero el suceso,
como es natural, mereció amplio despliegue periodístico y fue el comentario
obligado en las tertulias de aquel fin de año, aunque el fino instinto popular
desconfió de inmediato de la versión policial. Yo, por mi parte, testigo presencial,
tenía motivos no sólo para dudar sino para afirmar que no había existido tal
atentado y que, en el mejor de los casos, la custodia presidencial había
actuado con precipitación, confundiendo las intenciones del desconocido. Como
yo estaba seguro de que sólo había querido hacer llegar una carta al presidente
de la Nación, así lo informé en la crónica (...) periodística que escribí sobre
el suceso.
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