domingo, 21 de abril de 2013

En la época del Remington - parte 2


El racionamiento lo constituía un puñado de harina, que cada cual amasaba en las caronas, y que luego cocía en el rescoldo.  Del arroz y de la sal no quedaba siquiera el recuerdo, y el que hallaba en las maletas una cebadura de yerba, y en el bolsillo tabaco para hacer un cigarrillo, era el hombre del día.
Nos daban también carne: ¡pero qué carne!  Dentro del campamento habían quedado alrededor de ciento veinte caballos de los jefes, de los ayudantes y de la proveeduría.  Esos animales, puestos bajo segura custodia, se nos fueron entregando a razón de uno por día y por cuerpo.  Al principio, aún rendían los matungos; pero cuando, faltos de alimento y llenos de mataduras, iban transformándose en esqueletos, no sólo llegaron a ser una miseria, como cantidad, sino también a constituir un peligro para la salud.  Mi regimiento tenía para racionar 20 jefes y oficiales, 324 de tropa y 90 familias.  Y para todos ellos un mancarrón escuálido, sin sangre, que no era preciso matar a cuchillo: bastaba empujarlo para que muriese.
Mientras tanto, sin poderlas salvar, ni siquiera utilizar para el racionamiento, las caballadas de la división y el ganado del proveedor, -más de 6.000 cabezas- se ahogaban casi a nuestra vista, ofreciéndonos, anticipadamente, el horrible espectáculo de lo que el destino nos reservaba.
Sin embargo, no hubo en aquella tropa un solo desfallecimiento ni un gesto de contrariedad.
Desde la diana a la puesta del sol se hacía ejercicio, se cubrían las guardias, se daba academia de clases y oficiales y, al llegar la noche, aquellos hombres, a los cuales ninguna fatiga era capaz de rendir, bailaban alegremente al compás de las bandas, hasta que el toque de silencio los obligaba al sueño y al descanso.
Cierta mañana se oyó de pronto, a lo lejos, una descarga de fusilería, a la que siguieron otras dos, con breves intervalos.
- ¡Ahí está, -exclamó el coronel Villegas, saliendo pálido de ira de su rancho- ahí está ese comandante Wintter, requiriendo auxilio, porque se le han debido humedecer las medias.  ¡Qué cuatro tiros está necesitando para curarse del asma!
Y llamando a su ayudante de campo, le dijo: Vaya usted a los cuerpos y ordene que toquen dianas.  El comandante Wintter anuncia que el río está bajando y que su regimiento ha podido seguir camino.
Qué injusto fue en aquel momento mi coronel.
El comandante Wintter, que no podía conocer ni sospechar siquiera nuestra situación, pedía auxilio, en efecto.
Sorprendido él también, y cercado por la inundación, se había refugiado en una loma que el agua iba alcanzando hasta no dejar espacio para que estuviera en seco la mitad del regimiento.  Las defensas ya no defendían nada; no había qué comer, se carecía de leña para hacer fuego, y, para colmo, la viruela diezmaba la gente.
Un poco más y la división entera hubiera sucumbido allí, en medio de la desesperación más espantosa.
Por suerte, la providencia tuvo compasión de aquellos bravos y el río, después de una pausa, inició la retirada de sus aguas.
A principios de agosto vimos surgir, a manera de salvadores islotes, la jiba de algunos albardones, y el 6 por la tarde quedó resuelta la evacuación del campamento.  El agua había desaparecido casi por completo del valle; pero el campo, convertido en un fangal, no permitía dar un paso sin hundirse los hombres hasta la cintura.
Antes de amanecer el día 7, los cuerpos estaban listos para marchar; no debían llevarse más que las armas y la munición, dejando las monturas, cuyo peso habría agotado, a poco andar, la resistencia de aquella tropa extenuada por las privaciones y las fatigas de tan largo asedio.
En los primeros momentos el desfile se hizo con relativa facilidad, porque el suelo, endurecido por la helada de la noche anterior, conservaba alguna consistencia; pero más tarde, cuando la escarcha desapareció barrida por el viento, el avance se convirtió en angustioso tormento.  Dábamos un paso y la pierna se metía hasta la rodilla, dejando la bota aprisionada en el fango.  Haciendo milagros acrobáticos para sacarla y calzarla nuevamente, avanzábamos con lentitud de tortugas.  De esta suerte, y después de catorce o quince horas de esfuerzos, lograron los primeros soldados alcanzar el terreno firme, donde encontraron leña para encender fogatas, que servían de faro a los rezagados, y que mantenían en los más débiles la energía que empezaba a decaer.
Al día siguiente, los cuerpos pudieron reunir los hombres que iban llegando hambrientos, ateridos de frío, deshechos los pies por las espinas, desnudos; pero eso sí, sin haber perdido un cartucho del pesado porta-munición, ni dejado en el camino un botón del correaje.
Las pobres mujeres, cargadas con sendos atados de pilchas, tironeadas por el enjambre de cachorros que se les prendían de la arremangada pollera, fueron incorporándose a las tropas, penosa pero bravamente, y momentos después ardía el chañar en los fogones, a cuya luz centenares de parejas zapateaban los más alegres y retozones gatos de la coreografía criolla.
Un poco más adelante, pero ya en contacto con nosotros, estaban, el comisario que nos llevaba dinero, Kincaid con sus novillos gordos, las carretas de los pulperos cargadas con yerba, con azúcar, con frascos de ginebra para los hombres, con botellas de hesperidina y de menta para el bello sexo.
De las miserias y del peligro pasado, ni sensación ni recuerdo.  Aquellos bravos milicos no sabían pensar más que en la grandeza de la patria y en las glorias del regimiento.

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