Al cabo de dos semanas el campamento estaba transformado: en el sitio de las carpas se alzaban amplias y cómodas cabañas, al abrigo de las cuales podrían atenuarse las inclemencias del invierno.
Y se anunciaba la llegada del comisario pagador, que llevaba dos meses de sueldo a cuenta de los tres años y pico que se debían al ejército; y ya se decía, también, que las carretas de la proveeduría estaban a pocas jornadas de distancia, colmadas de víveres y de vicios de entretenimiento. Los hermanos Kincaid, audaces pobladores de la Guardia Mitre, se acercaban con un respetable arreo de novillos cuya carne, gorda y sabrosa, reemplazaría la tumba flaca y mal sana del contratista oficial. La esperanza llenaba de ilusión a todos los espíritus, y el contento general se reflejaba en todos los semblantes.
La división, -que después del regreso del general Roca, había quedado al mando del coronel Conrado E. Villegas, se componía de los siguientes cuerpos: Infantería, 1º (Patricios), al mando del coronel Teodoro García; 2º al del teniente coronel Benjamín Moritan; 6º al del teniente coronel Manuel Fernández Oro. Caballería, 1º, mandado por el coronel Manuel J. Campos; 3º, por el teniente coronel Germán Sosa; 5º por el teniente coronel Lorenzo Wintter; 11º por el teniente coronel Marcial Nadal. Artillería; una sección, de la que era jefe el mayor Julián Voilajusson.
En total: 3.000 hombres, contados los jefes, los oficiales, el personal de las comandancias, los peones, los vivanderos, etc. A esto, agréguese alrededor de 1.000 mujeres y niños que seguían al ejército en sus campañas, y que, con él, participaban de las glorias, de las miserias, de los triunfos, de los dolores y del olvido.
En los primeros días de julio, fue enviado el regimiento 5º de caballería a fundar lo que es ahora el pueblo Roca.
Un día, el 16 o el 17 de julio se notó, sin que el hecho produjera alarma, que el río empezaba a crecer rápidamente. Los zanjones que atravesaban el valle fueron llenándose de agua, dejándonos entre el río y las barrancas, hasta que, de pronto, y a consecuencia de una avenida extraordinaria, quedamos completamente cercados.
A la espalda y a los flancos teníamos el río, cada vez más crecido e impetuoso, mientras que al frente, en una extensión mayor de dos leguas, se expandía la inundación, bajo la cual desaparecían los montes de chañar y los matorrales de jarilla.
Entonces empezamos a trabajar en la defensa. El peligro de ser alcanzados por el agua estaba en el frente, y allí se construyó un parapeto que era necesario reforzar a cada instante, no sin ceder terreno a la creciente. Allí estábamos, pues, amontonados, sin provisiones, sin abrigo, sin medicamentos, llenos de enfermos, en una miseria cuyo recuerdo trae al espíritu la terrible sensación de aquellas horas inolvidables.
Obligados por el frío, quemamos la madera de las cabañas; y deshecha la ropa por las intemperies, fuimos quedando poco menos que desnudos.
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